La inteligencia artificial (IA) se está manifestando principalmente como una evolución más de la llamada sociedad de la información y del conocimiento, del desarrollo del internet de las cosas, del big data y la economía de los datos (todo ello fruto de la inteligencia humana).
Obviamente la IA representa una enorme oportunidad de desarrollo económico y social para todos los sectores económicos y productivos, desde el agrario y agroalimentario, pasando por la industria del transporte (con la idea del vehículo teledirigido de forma segura), hasta la redefinición de las propias tecnologías de la información y de la comunicación, que están siempre en continua evolución.
Como toda invención o novedad está rodeada de una cierta desconfianza o temor. De ahí que un desarrollo ético y jurídico adecuado de la inteligencia artificial deba servir, más allá de garantizar la debida seguridad jurídica, para generar confianza en dichas herramientas, productos o servicios, que deben tener como fin el progreso de la humanidad.
Cierto es que, desde un punto de vista de la seguridad, no hay que temer a las máquinas y a estas nuevas aplicaciones y servicios de inteligencia artificial, sino a algunos hombres que las pueden utilizar indebidamente, lo que plantea un verdadero desafío a la seguridad, tanto física como tecnológica, especialmente de las llamadas infraestructuras críticas, como centrales nucleares, presas, satélites… Y obviamente el derecho y los cuerpos dedicados a la seguridad y a la defensa no subestiman ni deben subestimar estas nuevas amenazas.
La dignidad, por encima de la tecnología
Como bien es sabido la palabra inteligencia viene del latín intellegere, término compuesto de inter (entre) y legere (leer, escoger), y por tanto hace referencia a esa habilidad humana de analizar todas las posibilidades y escoge la que se cree, en ese momento y según las circunstancias, que es más adecuada. Y ese proceso puede ser ahora auxiliado por la IA.
Pues bien, toda inteligencia artificial, como realidad tecnológica, debe tener en cuenta que los derechos fundamentales de la persona y la dignidad del ser humano están por encima de cualquier tecnología y que su diseño inicial y su previsible desarrollo deben respetar siempre y en todo momento dichos derechos y principios. Esta prevalencia de la dignidad humana sobre la máquina como base del desarrollo jurídico de la inteligencia artificial conecta y concreta las famosas leyes que de forma jerárquica Asimov desarrolló en sus obras de ciencia ficción.
La primera ley, prevalente sobre las demás, es que la máquina y la inteligencia artificial no pueden causar daño al ser humano, ni tan siquiera por omisión. La segunda es que las máquinas y la inteligencia artificial deben cumplir siempre las órdenes dadas por los seres humanos, salvo que sean contrarias o entren en conflicto con la primera ley. La última de las leyes es el reconocimiento de una cierta ontología a las máquinas con inteligencia artificial (lo que la Unión Europea ha llamado personas electrónicas), para asegurar su existencia y evitar su autodestrucción, ya que un robot o sistema de IA debe proteger su propia existencia, siempre que ello respete y sea compatible con las dos primeras leyes.
En definitiva, se abre una nueva era la de las máquinas autónomas e independientes, similares, pero nunca idénticas ni superiores a los seres humanos, junto con el desarrollo real y efectivo de la inteligencia artificial, donde el progreso y la inteligencia humana se van a desarrollar todavía más, y donde las oportunidades de empleo deberán de buscarse precisamente en saber desarrollar esta tecnología y saber utilizarla.
Por último, la IA nos lleva a preguntarnos por uno de los misterios más grandes que tenemos pendientes por resolver: ¿Cómo y por qué surgió la inteligencia humana? Algo que nos hace únicos y diferentes al resto de seres vivos conocidos y que personalmente me acerca a la idea de un Dios creador y generoso, al habernos creado a su imagen y semejanza, con nuestra asombrosa inteligencia, dotada de intuición y capacidad crítica hasta el punto de cuestionar el saber conocido para permitir su constante evolución, y que debemos utilizar sabiamente, con prudencia y responsabilidad, buscando el bien y previniendo el mal.
Javier Plaza Penadés
Catedrático de Derecho Civil
Universidad de Valencia