Infancia serena en Flores
Jorge Mario Bergoglio nació y creció en un barrio de Buenos Aires con atmósfera de pueblo italiano. Allí bebió los relatos familiares sobre la emigración y la guerra y se fue preparando para la vocación al sacerdocio y, luego, a ser jesuita
«Yo también había nacido en una familia de emigrantes. Podría haber estado entre los descartados de hoy», afirmaba Francisco en su autobiografía Esperanza sobre el hecho de haber elegido Lampedusa, escenario del drama migratorio en el Mediterráneo, para su primer viaje papal. En esta obra, relata con todo lujo de detalles la saga de toda la familia, desde el nacimiento de su abuelo paterno en una granja de la región italiana del Piamonte a cuando subió, con su mujer y su hijo —padre del Pontífice— a bordo del navío Giulio Cesare como unos más de esa marea de italianos que cruzaban el Atlántico rumbo a América «sobre todo por pobreza, a veces por rabia».
Acogidos por los hermanos del abuelo, les fue bien. Pero a finales de los años 20 lo perdieron todo. Un salesiano, Enrico Pozzoli, les consiguió 2.000 pesos para abrir, en el barrio de Flores, el Almacén Bergoglio. Además presentó a sus padres y los casó en diciembre de 1935. Un año después, el 17 de ese mismo mes, nacía Jorge Mario, nombre que recibió en la pila bautismal el día de Navidad.
La infancia del futuro Papa fue «serena», sin nevera ni coche y con la ropa arreglada una y otra vez. Eran «dignamente pobres», pero los domingos después de Misa no dejaban de disfrutar de «larguísimas y ruidosas» comidas familiares de hasta 30 personas. En ellas bebió la historia familiar. «Mi abuelo Giovanni fue quien me enseñó qué es la guerra», al relatarle «el horror, el dolor y el miedo» en las trincheras de la Gran Guerra; pero también cómo comprendió que «los enemigos no se parecían a esos monstruos deformes» de la propaganda.
Esos años transcurrieron en el barrio porteño de Flores, con atmósfera de pueblo piamontés, «edificios modernistas, casas de ladrillo rojo». Un lugar en el que se respiraba un clima de confianza y donde la vida transcurría entre partidos de fútbol en la plaza —Jorge Mario a veces se escapaba para leer—, juegos con amigos judíos y musulmanes o travesuras, como cuando su hermano Alberto se tiró de la azotea con un paraguas. En casa, recitales de ópera, música clásica y popular gracias a la radio. Entretejida en todo eso, la transmisión natural de la fe y de la devoción a la Virgen; sobre todo gracias a la abuela Rosa, mujer de fuertes creencias a pesar de haber perdido a seis bebés. En sus días de militante de Acción Católica llegó a desafiar al fascismo con un mitin subida a una mesa en la calle.
A los 12 años, al quedar la madre paralizada un año tras un parto difícil, Jorge Mario tuvo que aprender a cocinar y, luego, ir interno a los salesianos. Siempre recordó con cariño su sólida formación católica. Ese verano, sin tener aún 14, comenzó a trabajar. Al curso siguiente entró en un programa de formación técnica en Industrias Químicas. Quería ser médico, abandonado el sueño infantil de hacerse carnicero.
El 21 de septiembre de 1953, como tantas veces ha contado, algo le impulsó a entrar en la iglesia de San José y a confesarse de camino a una quedada con amigos. Calló y siguió sus estudios. Solo tras graduarse en 1955 entró en el seminario diocesano, entonces sin el apoyo de su madre pero con el entusiasmo de la abuela Rosa. Fue allí, durante una epidemia de gripe, cuando la enfermedad le llegó a los pulmones y en 1957 estuvo por primera vez al borde de la muerte. A causa de las secuelas, tuvieron que extirparle un par de meses después parte de un pulmón en una dolorosísima operación . Durante la difícil convalecencia algo cambió en su interior: crecía el anhelo de ser «más misionero» y de «no caminar solo». Al final se decidió por los jesuitas, por «la comunidad, la labor misionera y la disciplina», además de la «disponibilidad hacia la Iglesia». El 11 de marzo de 1958, con dos mudas en una maleta, ingresó en su noviciado.