No debió de ser fácil crecer entre hermanos extraordinarios, que mostraron su talento en la historia, la tecnología, los negocios… Pero —si se me permite la licencia— aquellos fueron personalidades láser, de gran profundidad en una sola dirección, mientras que María Rosa [de la Cierva] tuvo un talento de ojo de pez. No sé si por su vocación de entrega a Dios o por ser mujer (eso siempre ayuda), pero ella siempre remó en equipo, y puso la enorme energía y capacidad de trabajo de sus genes para causas más grandes que ella.
Para mí, María Rosa (que en la familia siempre la llamamos tía Chino) fue un ejemplo de servicio. Tenía ideas propias y fuertemente asentadas, pero eso no impidió que colaborase con pasión con quienquiera que fuese el jefe. Durante años fue persona de confianza de las personas que guiaron la Iglesia católica en España: primero de monseñor Elías Yanes, y luego del cardenal Antonio María Rouco. Con ambos, a veces situados en las antípodas de planes y prioridades, se llevó de maravilla porque sabia que su rol era la de trabajar por la Iglesia. Hoy, cuando por desgracia alabar a un papa es interpretado por bastantes como atacar al anterior o al sucesivo, María Rosa es para mí un ejemplo de comunión eclesial.
Mi tía mandó, y mandó mucho. En casa le llamábamos «la monja obispa», y ejercía. Yo creo que además disfrutaba mandando. Pero su liderazgo era discreto. Nunca quiso figurar, sino llevar a cabo las directrices de los que tenían que tomar decisiones: a veces un colegio, otras una congregación religiosa, una diócesis, una provincia eclesiástica o la conferencia episcopal. Es un tipo de liderazgo fundamental en organizaciones como la Iglesia, donde puede perderse de vista fácilmente que las decisiones más brillantes no sirven para nada a no ser que se trabaje mucho para llevarlas a cabo.
En eso, María Rosa era excelente. Sabía lograr consensos empujando a los de arriba, los del medio y los de abajo para que asumieran sus responsabilidades, y luego era un auténtico azote, persiguiéndoles con tenacidad para que hicieran lo que se habían comprometido a hacer. Una pesadilla para las burocracias, una bendición para los responsables de verdad.
Para conseguirlo, no se le iban prendas. Nada era demasiado costoso, difícil o desagradable. Trabajaba muy bien entre bastidores, muñía acuerdos abajo y arriba, y nada le daba vergüenza. Se remangaba para conseguir un patrocinio para la Jornada de las Familias, un permiso de apertura de un colegio, una permuta de terreno o la aprobación de un catecismo. No le importaba quién tenía delante: tenía una misión más grande que ella misma, y una inventiva para encontrar los recovecos que facilitaran una solución aceptable para gente que no quería a la Iglesia.
Para mí, pensar en tía Chino me recuerda la obra de teatro del francés Jean Anouilh, Becket o el honor de Dios, que fue llevada al cine de manera egregia. Para María Rosa, el honor de Dios es lo que contaba.