II. Responsabilidad de la Iglesia y de los católicos
22. Hoy, como siempre, la tarea primordial de la Iglesia es vivir, en comunión con Cristo, los dones de Dios a la Humanidad, y anunciar a todos los hombres esa Buena Noticia del amor y de la esperanza. Es una misión con dos vertientes fundamentales. En un primer momento, la acción de la Iglesia se dirige a sus propios miembros con el anuncio de la santa Palabra de Dios, que es Cristo, y con la celebración de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía, sacramento del amor redentor de Dios en su Hijo y del amor fraterno que renueva los corazones y construye el pueblo de Dios y la nueva Humanidad [10]. Además, la Iglesia se siente continuamente enviada más allá de sí misma para anunciar a todos la verdad y la cercanía de Dios, Padre universal de amor y de vida, en la persona de Jesucristo, salvador de todos. De lo más profundo del corazón de cada ser humano surge la demanda permanente de la Humanidad necesitada: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 22). Es nuestro deber facilitar el encuentro con Jesucristo [11]. La Iglesia cree que Cristo da a todo hombre, por su Espíritu, la capacidad de alcanzar la plenitud de su vida, y que no hay bajo el cielo otro nombre del cual podamos esperar la salvación definitiva (cf. Hch 4, 12). Cree que Cristo, muerto y resucitado, es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana; cree también que en Él, «que es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8), tienen su último fundamento todas las cosas (cf. Heb 13, 8). En consecuencia, la Iglesia y los cristianos nos sentimos obligados a anunciar a todos el misterio salvador de Jesucristo para iluminar su vida y colaborar al bien de la sociedad y a la solución de los más hondos problemas de nuestro tiempo [12].
A. Superar la desesperanza, el enfrentamiento y el sometimiento
23. En las circunstancias actuales, hay que evitar el riesgo de adoptar soluciones equivocadas que, a pesar de sus aparentes claridades, en realidad se basan en fundamentos falsos, no cristianos, y son incapaces de acercarnos a los buenos resultados que prometen. Señalamos brevemente tres, que parecen más actuales y peligrosas.
24. La desesperanza. Para muchos cristianos, la desesperanza es una verdadera tentación, una auténtica amenaza. Es cierto que hay muchas dificultades, en la Iglesia y en el mundo. Es cierto que la Iglesia y los cristianos hemos perdido mucha influencia en la sociedad y tenemos que afrontar duras situaciones de empobrecimiento. Pero también es cierto que Dios nos ama irrevocablemente; que Jesús nos ha prometido su presencia y su asistencia hasta el fin del mundo; que Dios, en su providencia, de los males saca bienes para sus hijos. La Iglesia y la salvación del mundo no son obra nuestra, sino empresa de Dios. No es el momento de mirar atrás añorando tiempos aparente o realmente más fáciles y más fecundos. No hay fecundidad sin sufrimiento. Dios nos llama a la humildad y a la confianza, seguros de que en nuestra debilidad actual se manifestará el poder de su gracia y de su misericordia (cf. Mt 28, 16-20; Rom 8, 28-39; 12, 9). En la providencia misericordiosa de Dios nuestro Padre, las dificultades contribuyen también al bien de sus hijos: nos purifican, nos mueven al arrepentimiento y a la renovación espiritual. La cruz es el camino para la Vida [13]. A nosotros toca secundar con humildad y fortaleza los planes de Dios, y saber apreciar las nuevas iniciativas que surgen en la Iglesia como frutos del Espíritu y motivos para la esperanza. La Iglesia no pone nunca su esperanza ni encuentra su apoyo en ninguna institución temporal, pues sería poner en duda el señorío de Jesucristo, su único Señor.
25. El enfrentamiento. Otro peligro que puede presentarse es que lleguemos a la conclusión de que la vida cristiana es imposible en una sociedad democrática. Es lo que algunos exponentes del laicismo achacan a los católicos. Pero nosotros no deseamos seguir ese camino, que nos parece desacertado. La Historia demuestra que la democracia moderna nació en el ámbito de la cultura cristiana, en la que se han gestado el concepto de la persona como realidad trascendente y libre, la distinción entre la Iglesia y el Estado, con su autonomía recíproca, y la conciencia de los derechos humanos. En una sociedad democrática pueden desarrollarse ideas o instituciones contrarias al cristianismo. Pero este conflicto no es inevitable, ni tiene por qué ser definitivo. Las diferencias no tienen por qué degenerar en conflictos. La grandeza de la democracia consiste en facilitar la convivencia de personas y grupos con distintas maneras de entender las cosas, con igualdad de derechos y en un clima de respeto y tolerancia. Fueron la antropología y la moral cristianas las que, en muy buena medida, proporcionaron los elementos necesarios para construir este orden civil respetuoso con la dignidad de la persona como ser libre y responsable de su vida y de sus actos. Aceptar este marco de convivencia no amenaza necesariamente la identidad de los cristianos, aunque sí les exige madurez, buena formación y el valor necesario para vivir según sus convicciones junto a otras personas y otros grupos que piensan y viven de otra manera, así como para hacer que se respeten sus derechos y los de la Iglesia.
26. El sometimiento. Otra tentación de los cristianos en la vida democrática consiste en intentar facilitar falsamente la convivencia disimulando y diluyendo su propia identidad o incluso, en ocasiones, renunciando a ella. Detrás de esta aparente generosidad se esconde la desconfianza en el valor y la vigencia del Evangelio y de la vida cristiana. El mensaje de Jesús y la doctrina de la Iglesia tienen un valor permanente y son capaces de adaptarse a todas las situaciones, y de ofrecer respuestas a las diversas cuestiones y necesidades de los hombres, sin necesidad de diluirse ni someterse a las imposiciones de la cultura laicista y hedonista dominante. Las perniciosas consecuencias de esta actitud, caracterizada por la búsqueda impaciente e irresponsable de una falsa convivencia entre catolicismo y laicismo, han sido la multiplicación de abundantes tensiones internas y el consiguiente debilitamiento de la credibilidad y de la vida de la Iglesia. Con el lenguaje de los hechos, Dios nos está pidiendo a los católicos un esfuerzo de autenticidad y fidelidad, de humildad y unidad, para poder ofrecer de manera convincente a nuestros conciudadanos los mismos dones que nosotros hemos recibido, sin disimulos ni deformaciones, sin disentimientos ni concesiones, que oscurecerían el esplendor de la verdad de Dios y la fuerza de atracción de sus promesas. Una educación adecuada para vivir en democracia ha de ayudarnos a compartir constructivamente la vida con quienes piensan de otra manera que nosotros, sin que la identidad católica quede comprometida.
B. Anunciar el Sí de Dios a la Humanidad en Jesucristo
27. Las verdaderas soluciones, lo que nosotros, como miembros de la Iglesia, podamos ofrecer a nuestra sociedad, no lo encontraremos imitando lo que hay a nuestro alrededor, sino que brota del seno de la Iglesia misma, de ese tesoro -que es la memoria y la presencia viva de Cristo- del que se pueden sacar continuamente cosas viejas y nuevas (cf. Mt 13, 52). El programa permanente de la Iglesia es Jesucristo [14]. En su mensaje, en sus ejemplos, en la fuerza de su presencia sacramental, en particular eucarística, encontraremos con seguridad la fuerza espiritual y la clarividencia necesarias para vivir y anunciar el reino de Dios en este mundo de hoy, que es de Dios y es también nuestro. En el Plan Pastoral recientemente aprobado, esta Asamblea Plenaria ha propuesto algunas orientaciones y acciones con este fin [15].
28. Como dijo en Verona el Papa Benedicto XVI, en estos momentos seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran Sí que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia. San Pablo, en la carta a los Filipenses, escribió: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (4, 8) [16].
29. Los católicos estamos en condiciones de reconocer y acoger de buen grado los logros de la cultura de nuestro tiempo, como son el avance del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, el reconocimiento formal de los derechos humanos, en particular, de la libertad religiosa, o las formas democráticas de gobierno de los pueblos. Sin embargo, no ignoramos la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza constante para las realizaciones del hombre en todo contexto histórico. El camino hacia un desarrollo verdaderamente humano está lleno de ambigüedades y de errores. Por eso, el reconocimiento de Dios, la aceptación humilde y agradecida de la revelación de Jesucristo no es una amenaza, sino una ayuda decisiva para el verdadero progreso humano. Cristo nos revela la verdad profunda de nuestra propia humanidad [17]. Con el don de su Espíritu nos ilumina para discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto, y nos fortalece para realizarlo en nuestras decisiones y en nuestra vida. Por eso, la debida presencia y la justa intervención de los católicos en todos los ámbitos de la vida social y pública puede ser una ayuda decisiva y necesaria para la defensa del bien de las personas como objetivo central y norma decisiva en todo progreso verdaderamente humano. La fe en Dios, a la vez que es una actitud religiosa que justifica el ser personal del creyente, es también fuente de muchos bienes sociales y culturales que se dejan sentir en el saneamiento, la maduración y el crecimiento de las personas, y de la sociedad entera, hacia una nueva criatura, tal como Dios la quiere en su generosa providencia (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15).