Iglesias en llamas - Alfa y Omega

Iglesias en llamas

En un tiempo en que se queman lugares donde se adora a Dios y se sirve a los hermanos, ¿qué cabe esperar que harán tarde o temprano a las personas?

Ricardo Ruiz de la Serna
Foto: Reuters / Iván Alvarado.

La Asunción es una de las iglesias más conocidas de Santiago de Chile. Con más de 100 años de antigüedad, ha visto pasar muchas cosas a la sombra de su torre. Entre octubre de 2019 y febrero de 2020, el llamado «estallido social» que sacudió al país latinoamericano fue pasando de las manifestaciones y las caceroladas a actos de violencia, estragos e incendios. Uno de los edificios profanados y saqueados durante los disturbios fue precisamente esta parroquia. Ahora, durante la conmemoración de aquellos sucesos, unos encapuchados han entrado en ella, han pintado las paredes, han derribado y roto imágenes, se han subido al altar y le han prendido fuego al templo. La aguja de la torre, coronada por una cruz, ha caído pasto de las llamas y pueden verla en esta foto.

No ha sido la Asunción la única parroquia incendiada en Santiago. Lo mismo le ha sucedido a la de Francisco de Borja, que el cuerpo de carabineros suele utilizar para sus ceremonias y actos institucionales. Algunas de las imágenes las han apilado en las barricadas y las han quemado en la calle a la vista de todos. Tuvieron que acudir dos compañías de bomberos para apagar el fuego. Ha habido seis detenidos, uno de ellos en el interior de la iglesia.

Santiago Aós, arzobispo de Santiago de Chile, ha dicho que «sentimos la destrucción de nuestros templos y otros bienes públicos, pero sentimos, sobre todo, el dolor de tantas personas chilenas de paz y generosidad. A todos ustedes, queridos feligreses de Santiago, a todos ustedes, queridos chilenos y chilenas, les suplico: basta, basta de violencia. No justifiquemos lo injustificable. Dios no quiere la violencia».

Desde luego que Dios no quiere la violencia, pero el odio a la Iglesia termina produciendo estos espantosos sucesos, que en España despiertan recuerdos funestos. Desde la matanza de frailes de 1834 en Madrid —73 muertos y once heridos— y los motines anticlericales de 1835 en Aragón y Cataluña hasta la llegada de la Segunda República (de nuevo iglesias y otros edificios religiosos en llamas), pasando por las quemas de conventos de 1909, hay un camino que conduce al horror del 34 y el 36 y la persecución religiosa de todo ese periodo. Parafraseando a Heine, podría decirse que allí donde se empieza quemando iglesias se termina quemando hombres.

En efecto, quien profana un lugar sagrado no pretende acabar con el objeto, sino destruir simbólicamente a los fieles que lo frecuentan. Lo que se hace sobre la cosa anuncia lo que se hará a la persona. Pero no es un problema solo de la Iglesia, sino de todos los ciudadanos. Ella está edificada sobre una Piedra tan firme que las puertas del infierno no prevalecerán. No la edificaron los hombres, sino Cristo y está construida con piedras vivas. Se pueden quemar los muros, las cúpulas, las cubiertas y las torres, pero vendrán quienes levantarán otros templos. La sangre de los mártires es la semilla de los cristianos. Esas piedras son indestructibles y, gracias a Cristo, pueden vencer a la muerte.

Ahora bien, nuestras democracias son débiles. Nuestras sociedades son inestables. Nuestros conflictos son explosivos. A diferencia de la Iglesia, todo eso ha surgido de las convenciones de los hombres, de los pactos, de las transacciones… Su origen solo es humano y, por lo tanto, frágil. Debemos preocuparnos. En un tiempo en que se queman lugares donde se adora a Dios y se sirve a los hermanos, ¿qué cabe esperar que harán tarde o temprano a las personas?