El triunfo de la vida - Alfa y Omega

El triunfo de la vida

Ricardo Ruiz de la Serna
Béla Lugosi
Foto: Universal Pictures / Mary Evans / AF Archive / agefotostock.

Se llamaba Blaskó Béla Ferenc Dezsö (más conocido como Béla Lugosi) y había nacido a finales de octubre de 1882 —hay versiones contradictorias sobre el día exacto— en Transilvania, uno de los territorios históricos de Hungría que perdió como consecuencia del Tratado de Trianón (1921). Aquí lo vemos en una fotografía que se exhibe en Vampiros. La evolución del mito que acoge CaixaForum Madrid hasta el próximo 6 de septiembre. Nadie encarnó como él al malvado Drácula, el personaje de Bram Stoker (1847-1912) inspirado en Vlad Tepes (1431-1476), el príncipe de Valaquia —algunas crónicas los llaman voivoda— que gobernó el territorio entre 1456 y 1462. Pero, en realidad, poca gente piensa en el Drácula histórico. El que ha entrado en la cultura popular es el mito del terror que Stoker popularizó y al que Lugosi dio voz y rostro: el vampiro. Este fotograma de la película homónima que dirigió en 1931 Tod Browning representa, pues, uno de los miedos más extendidos de Occidente.

El primer tratado sobre vampirismo se lo debemos al erudito benedictino y exégeta bíblico Dom Antoine Agustín Calmet (1672-1757), que estudió las supersticiones y la mitología de Europa Central para refutarlas. Su famosísimo Tratado sobre los vampiros (1751) tiene, en realidad, un título más extenso: Tratado sobre las apariciones de los espíritus y sobre los vampiros o muertos vivientes de Hungría, de Moravia, etc. El capítulo primero del libro es ya una afirmación de principio: «La resurrección de un muerto es obra únicamente de Dios». También en España tuvimos a Benito Jerónimo Feijoo, otro benedictino que se dedicó a confutar y desmentir las creencias en duendes y otras supersticiones. Los hubo por toda Europa y en el resto del mundo. Aquellos hombres se abrían al mundo precisamente porque, a la luz de la fe y de la razón, aquellas creencias resultaban erróneas.

La irracionalidad de nuestro tiempo ha hecho que el vampiro se sienta como en casa. Ya desde el siglo XVIII la moda cultural del ocultismo viene confirmando que, una vez que se deja de creer en Dios, parafraseando a Chesterton, se termina creyendo en cualquier cosa. Sin embargo, esto debe ser una señal de peligro: el ascenso de los totalitarismos fue precedido, precisamente, de un auge del interés por la magia, la adivinación y el esoterismo. Desde la Sociedad Thule hasta las expediciones al Tíbet, el nazismo, por ejemplo, se inspiró en lo oculto. Ya sabemos cómo terminó.

Tampoco terminó bien Bela Lugosi. Después de un tiempo de éxito en el cine de terror, se fue quedando sin trabajo en Hollywood. El mundo del cine puede ser despiadado con sus juguetes rotos. Cayó en la adicción a la morfina. Finalmente falleció de un infarto en 1956. Lo enterraron con la capa del personaje al que dio vida en el celuloide.

El vampiro nos recuerda, sin embargo, las limitaciones del poder que aparenta. Está condenado a la soledad y a dar muerte para no morir. Solo un tiempo moralmente tan confuso como el nuestro –el tiempo del aborto, la eutanasia y la eugenesia– puede fascinarse con un personaje así, al que acompaña el dolor y la muerte. Las horas más luminosas de nuestra civilización las alumbró la fe en un Dios que ama la vida, la hace crecer y deja en ella –en el ser humano– su huella indeleble. Drácula es, pues, un perdedor frente al Dios de la vida. La muerte no fue vencida por un no-muerto, sino por el Resucitado. No es derrotada a base de muerte, sino gracias a Cristo vivo, que redime a toda la humanidad y vence al pecado. No lo olviden cuando vayan a la exposición, vean la película o lean el libro.