Hugo Ball: del dadaísmo a la trascendencia - Alfa y Omega

Hugo Ball: del dadaísmo a la trascendencia

El artista alemán, fallecido el 14 de septiembre de 1927, se dio cuenta de que nunca podría ser un movimiento liberador aquel relativismo que llevaba a actitudes cínicas y escépticas

Antonio R. Rubio Plo
El poeta y ensayista en una fotografía de 1916.

El 14 de septiembre de 1927 fallecía a consecuencia de un cáncer un alemán polifacético, Hugo Ball. Tenía 41 años, pero en poco tiempo había sido filósofo, periodista, poeta, músico, actor y dramaturgo. Con todo, su trayectoria está asociada al nacimiento del dadaísmo, que fundó junto el rumano Tristan Tzara, y una de sus manifestaciones fue el Cabaret Voltaire, surgido en Zúrich en 1916. Europa se debatía en una guerra interminable y los dadaístas, los primeros surrealistas, reaccionaban ante aquella carnicería con espectáculos provocadores y rompedores, en los que se ofrecían recitales de poesía, conciertos u obras teatrales bajo el rasgo común de la lucha contra el arte convencional e incluso contra el propio lenguaje, pues los dadaístas componían poemas fonéticos deliberadamente ininteligibles. La ideología de Ball estaba próxima al anarquismo hasta el punto de haber traducido a Bakunin y además había escrito un libro sobre la estancia de Nietzsche en Basilea.

Sin embargo, en 1920 Hugo Ball renegó del dadaísmo. El caos que preconizaba, con sus dosis de irracionalidad, no llevaba a ninguna parte. Se dio cuenta de que nunca podría ser un movimiento liberador aquel relativismo que llevaba inevitablemente a actitudes cínicas y escépticas. Por eso calificó al dadaísmo de «juego de locos» y fue el primero en desertar del movimiento y del placer de escandalizar a los burgueses, algo que hoy sigue existiendo, pero no solo es un placer efímero, sino que llega un momento en que no escandaliza a nadie e incluso puede ser una actividad lucrativa. Por el contrario, Ball buscaba la trascendencia incluso en aquellas primeras vanguardias, y esto explica su afirmación de que «para entender el cubismo hay que leer a los padres de la Iglesia». Lo decía alguien que se había vestido de obispo para recitar poemas dadaístas en el Cabaret Voltaire. Se había empapado toda su vida de filosofía alemana, pero llegó a la conclusión de que estaba falta de trascendencia. En su Crítica de la inteligencia alemana no solo arremetió contra un militarismo que había llevado, y podía llevar de nuevo, a Europa a la perdición. Fue el punto de partida para su diario La huida del tiempo, donde expresaba su decepción por el esteticismo y la política, que hasta entonces le habían atraído. Diagnosticó que la crisis padecida por la sociedad alemana y la europea era una consecuencia del progresivo abandono de los valores cristianos. A efectos prácticos lo que hizo Lutero fue sustituir la autoridad del Papa por la de los príncipes alemanes, y la filosofía kantiana abolió toda trascendencia espiritual, aunque Kant no dejara de ser un devoto luterano. De hecho, una de las nada convencionales conclusiones de Ball es que el totalitarismo no podría haber existido sin el racionalismo kantiano.

La gran obra de Hugo Ball, que no era teólogo sino un artista de formación filosófica, es Cristianismo bizantino (1923), centrada en tres figuras de la cristiandad oriental: Juan Clímaco, Dionisio Areopagita y Simeón el Estilita. No son hagiografías sino atinadas reflexiones. En Clímaco ve a un asceta que cultiva la vida interior, considerada como una escalera hacia el Paraíso, y no cae en el pasajero entusiasmo que puede conllevar la recepción de la doctrina. Del Areopagita destaca su crítica del gnosticismo, en eterna rivalidad con el cristianismo. Los gnósticos reducen a Cristo a un maestro de los misterios, en vez de considerarlo un salvador que señala a todos el camino de la santidad. En el eremita Simeón ve un cristianismo en estado puro, de escucha activa y silencio contemplativo, quizás como el propio Ball quiso vivir, sin abandonar su tarea de escritor, en los parajes naturales del cantón suizo de Ticino, donde pasó sus últimos años como un «fugitivo de la civilización».