La desaparición del hermano Roger deja un gran vacío. Su trágica muerte nos ha conmocionado. Sin embargo, nosotros, los hermanos, también hemos vivido el período subsiguiente dentro de un profundo agradecimiento por lo que nos ha dejado y queremos que este libro sea una expresión de ello.
En todo el mundo, una innumerable multitud ha compartido con nosotros este agradecimiento. Fue como si nos Dios mismo nos impulsara. Y, en esta prueba, nuestra pequeña comunidad ha vivido una experiencia similar a la de los primeros cristianos: ser un solo corazón y una sola alma.
Para el hermano Roger, la búsqueda de una reconciliación entre los cristianos no era un tema de reflexión, era una evidencia. Para él, lo principal era vivir el Evangelio y transmitírselo a los demás. Y el Evangelio sólo puede vivirse en comunidad, estar separados no tiene sentido.
Desde su juventud, intuyó que una vida de comunidad podía ser un signo de reconciliación, una vida que se convierte en signo. Por ello, pensó en reunir a un grupo de hombres que desearan reconciliarse, algo que ha llegado a ser la primera vocación de Taizé, es decir, constituir lo que llamó «una parábola de comunión», un pequeño signo visible de reconciliación.
Sin embargo, la vida monástica había desaparecido de las iglesias de la Reforma y él procedía de una familia protestante. Entonces, sin renegar de sus orígenes, creó una comunidad cuyas raíces se remontan a la iglesia indivisa, más allá del protestantismo, y que, por su propia existencia, se unía indisolublemente a la tradición católica y a la ortodoxa. Una vez establecidos los fundamentos, a principios de los años 70, y con la inclusión de hermanos católicos, siguió creando nuestra comunidad hasta el final.
En lo referente a su camino personal, decía: «Marcado por el testimonio de la vida de mi abuela, y en mi tierna juventud, en él encontré mi propia identidad al reconciliar en mí la fe de mis orígenes con el misterio de la fe católica, sin romper la comunión con nadie».
Su legado es enorme y, sobre todo, está vivo. El hermano Roger nos dejó sus escritos, a pesar de que, en su opinión, debían modificarse constantemente para que se adaptaran a las nuevas situaciones. Incluso la regla de la comunidad, texto de base de nuestra vida en común, fue objeto de sus revisiones en varias ocasiones. Es como si quisiera que no nos adhiriéramos a las palabras o a las estructuras, sino que siempre nos abandonáramos al Espíritu Santo.
A través del Espíritu, Dios está presente en todos los seres humanos. El hermano Roger guardaba en su corazón a todos los seres humanos, de todas las naciones, sobre todo a los jóvenes y a los niños. Reinaba en él una pasión por la comunión. Con frecuencia repetía: «Cristo no vino a la tierra para crear una religión nueva, sino para otorgar a todo ser humano una comunión en Dios». Tal comunión única, la Iglesia, existe para todos, sin excepción.
Una de sus preocupaciones era hacer que esa comunión fuera accesible a los jóvenes, eliminando los obstáculos que aparecieran en sus vidas. Sabía que uno de los mayores obstáculos era la imagen de un Dios visto como juez severo y temido. Fue desarrollándose en él una intuición clara e hizo todo lo posible para transmitirla con su vida: Dios sólo puede amar. El teólogo ortodoxo Olivier Clément recordaba hace poco que esta insistencia del hermano Roger sobre el amor de Dios marcó el final de una época en la que, en las distintas confesiones cristianas, se temía a un Dios que castigaba.
En su juventud, el hermano Roger había conocido a cristianos que pensaban que el Evangelio imponía con severidad cargas en los creyentes; por ello, pasó por una época en la que la fe se le hizo difícil y en la que aparecía la duda. Durante su vida, la confianza en Dios siguió siendo una auténtica lucha en la que encontramos uno de los orígenes de su apertura a los jóvenes y de su deseo a escucharlos. Él mismo decía que quería «intentar comprender totalmente al otro».
Muchos jóvenes lo recuerdan como un hombre siempre dispuesto a escucharles cada noche durante la oración, durante horas si fuera necesario. Cuando la fatiga lo invadía y no podía escucharlos a todos, se quedaba en la iglesia y los bendecía con sencillez, con la mano sobre la frente.
Hasta el final, con un impulso y un valor excepcionales, nos ha enseñado el camino de apertura a los demás. Ninguna desgracia, física o moral, lo afectaba hasta el punto de darle la espalda. ¡Acudía a ella! Más de una vez estaba tan absorbido por una situación concreta de sufrimiento que parecía olvidar otras cuestiones importantes. Se parecía entonces al pastor de la parábola de Jesús que deja a 99 ovejas para ocuparse de una sola que está a punto de perderse.
Al hablar con Geneviève, su hermana, sorprende lo mucho que se parece a su hermano: evitar toda palabra fuerte, todo juicio definitivo. Es algo que viene de lejos en su familia, algo que procede de una madre excepcional. Está claro que semejante rasgo de carácter tiene dos caras. Sin embargo, lo que cuenta es que el hermano Roger supo usar ese don como motor de creación. Y nosotros, los hermanos, comprobamos que es algo que, a veces, lo llevaba a los límites de lo que puede soportar un ser humano.
Se ha dicho de él que tenía un corazón universal, con una bondad que sigue sorprendiendo. La bondad de corazón no son palabras vacías, sino una fuerza capaz de transformar el mundo porque, a través de ella, trabaja Dios. Ante el mal, la bondad de corazón es una realidad vulnerable, pero la vida dada del hermano Roger es una prueba de que la paz de Dios tendrá la última palabra para todos sobre la tierra.
Siempre se esforzaba por hacer realidad la compasión del corazón, sobre todo para los pobres. Le gustaba citar a san Agustín: «Ama y dilo con tu vida». Esto lo llevaba a realizar hazañas a veces sorprendentes. En una ocasión regresó de Calcuta con un bebé entre los brazos, una niña que la Madre Teresa le había confiado, esperando que, en Europa, podrían salvarla, lo que, efectivamente, fue así. En otra, acogió en la aldea de Taizé a un grupo de viudas vietnamitas con muchos hijos que había conocido en Tailandia al visitar un campo de refugiados.
Ser sucinto, algo que se manifestaba en su habilidad para reorganizar los espacios. No le gustaba construir edificios. Cuando no le quedaba más remedio, debían ser edificios sencillos, muy bajos, preferiblemente construidos con material reciclado. Lo que sí le gustaba era transformar los espacios y, con apenas recursos, intentaba crear algo bello. En un momento dado, fue inevitable la construcción de una iglesia en Taizé, aunque se resistió al proyecto y, después, no dejó de proponer cambios. Yo mismo fui testigo de algo similar en el barrio pobre de Mathare Valley, en Kenya, donde pasamos varias semanas antes de que se instalaran allá nuestros hermanos durante unos años. En una pobre barraca, en el centro mismo de la miseria, consiguió introducir algo de belleza con muy poco. Como solía decir, querríamos hacer todo lo posible para que la vida de los que nos rodean fuera bella.
A menudo, el hermano Roger se refería a las bienaventuranzas y decía, refiriéndose a sí mismo: «Soy pobre». Nos pedía, a los hermanos, que no fuéramos directores espirituales sino, sobre todo, hombres que escucharan. Se refería a su labor como prior describiéndola como la de un «pobre servidor de comunión dentro de la comunidad». No ocultaba su vulnerabilidad.
Ahora, nuestra pequeña comunidad se siente impulsada a seguir el camino que él trazó. Es un camino de confianza. La palabra «confianza» no le resultaba una expresión fácil. Incluye una llamada: acoger con gran sencillez el amor que Dios nos tiene, vivir ese amor y aceptar los riesgos que ello conlleva.
Perder esta intuición llevaría a imponer cargas en aquellos que vienen a buscar el agua viva. La fe en este amor es una realidad muy sencilla, tanto que todos podrían acogerla. Y esta fe mueve montañas. Por ello, incluso si el mundo está a menudo desgarrado por la violencia y el conflicto, podemos llevar una mirada de esperanza.
Hermano Alois
Introducción a la vida comunitaria, 1944
La Regla de Taizé, 1954
Vivir el hoy de Dios, 1958
La unidad, esperanza de vida, 1962
Dinámica de lo provisional, 1965
Unanimidad en el pluralismo, 1966
La violencia de los pacíficos, 1968
Los diarios:
Que tu fiesta no tenga fin, 1971
Lucha y contemplación, 1973
Vivir lo inesperado, 1976
La sorpresa de un amor, 1979
Que florezcan tus desiertos, 1982
La pasión de una espera, 1985
Su amor es como el fuego, 1988
Este fuego nunca se apaga, oraciones, 1990
En ti la paz, 1995 y 2002
Las fuentes de Taizé, 2001
Dios sólo puede amar, 2001 y 2003
¿Presientes una felicidad?, 2005
Orar en el silencio del corazón – Cien oraciones, 2005
Con la Madre Teresa de Calcuta:
Via Crucis, 1986
María, madre de reconciliaciones, 1987
La oración, frescor de una fuente, 1992 y 1998