Héroes, genios y niños - Alfa y Omega

Héroes, genios y niños

Alfa y Omega
Cristo en casa de Marta y María (detalle), de Jan Vermeer. Edimburgo

«Nadie, a menos de ser un loco, puede permanecer insensible a la extraordinaria calidad de vuestros héroes, a su incomparable humanidad. El nombre de héroes, además, casi no les pega, y el de genios tampoco, porque son a la vez héroes y genios. Pero el heroísmo y el genio no se dan, de ordinario, sin una cierta pérdida de sustancia humana, mientras que la humanidad de vuestros santos desborda. Por lo tanto, diré que son a la vez héroes, genios y niños. ¡Prodigiosa fortuna!».

Así describe Bernanos, en Los grandes cementerios bajo la luna, a los santos que embellecen a la Iglesia de Cristo, poniendo sus palabras en labios del ateo de ficción a quien le ceden el lugar del predicador en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux. «Os apruebo —comenzó diciendo a los feligreses— en alabar a los santos y me alegro de que el señor cura me haya dejado unir mis alabanzas a las vuestras. Los santos os pertenecen más que a mí, puesto que adoráis al mismo Señor…, pero —perdonad— me costaría creer que, si han sufrido y han combatido tanto, sea sólo para permitiros a vosotros unos regocijos a los que no pueden asociarse miles de pobres diablos que no han oído en su vida hablar de estos héroes y que, para conocerlos, no pueden contar más que con vosotros. Es verdad que la Administración de correos pone cada año en circulación unos calendarios donde están inscritos sus nombres, junto con las fases de la luna. Pero esos pródigos magníficos que fueron los santos han dado todo, hasta sus nombres, que otra administración vigilante, la del Estado civil, pone a disposición de cualquiera, creyente o no, para servir de número de orden a los ciudadanos recién nacidos. ¿Quién de vosotros sería capaz de escribir veinte líneas sobre su patrono o su patrona?» Y, sin embargo, son los que enseñan a vivir.

Setenta años después, no es que se desconozca la vida de los santos, ¡es que se desconocen hasta sus nombres, incluso en el Registro civil, sustituidos por los más extravagantes apelativos! Y, sin embargo, son los hombres y mujeres, ¡los niños!, a seguir, si queremos alcanzar esa vida desbordante de humanidad que es la única que sacia el corazón y lo llena todo de la alegría y la libertad verdaderas. Menos que eso, en realidad, es el vacío y la nada. No caben humanidades a medias, y porque es el infinito lo que desea el corazón, sólo puede colmarlo el Infinito, y no las limitadas fuerzas humanas, por heroicas y geniales que parezcan. Es más, sólo los que abren su vida entera, como el más pequeño de los niños, pobre, indigente, ¡pecador!, al Único que todo lo puede, llegan a ser en verdad, y no en apariencia, los auténticos héroes y genios. Resulta patético ver quiénes ocupan hoy su lugar en los medios de comunicación de masas. ¿Cabe mayor degradación de lo humano? Encerrado en sí mismo, el hombre acaba asfixiándose, y la sociedad entera. ¿No lo estamos viendo, y en todos los órdenes de la vida? Y, sin embargo, todo ser humano busca la auténtica libertad, es decir, la santidad.

En la homilía de la misa con que concluía el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, que es la misma persona de Cristo, Benedicto XVI daba cumplida respuesta a esa búsqueda de la libertad de los hijos de Dios, la búsqueda de la Verdad que da pleno sentido a la vida y que es, en definitiva, la sed que quema las entrañas de todos los hombres sin excepción, asumiendo e invitándonos a la toda la Iglesia a asumir, con el máximo ardor, el grito apasionado de san Pablo: «¡Ay de mí, si no predicase el Evangelio!», porque «¡cuánta gente está a la búsqueda, a veces hasta sin darse cuenta, del encuentro con Cristo y con su Evangelio; cuántos tienen necesidad de encontrar en Él el sentido de su vida!» ¿Y dónde lo encuentran?

«Sois vosotros, cristianos, a los que la liturgia de la misa declara partícipes de la divinidad —sigue diciendo nuestro ateo predicador—; sois vosotros, hombres divinos, los que, desde la ascensión de Cristo, sois aquí abajo su persona visible. Reconoced que no es algo que se note siempre a simple vista». ¡Y, sin embargo, es preciso que se note, y a plena luz del día! Nunca como hoy lo ha necesitado tanto la Humanidad. «Cuando salís del confesionario estáis en estado de gracia. El estado de gracia… Pues bueno, ¿y qué? No parece una gran cosa. Nos preguntamos qué es lo que hacéis con la gracia de Dios. ¿Acaso no debería resplandecer en vosotros? ¿Dónde diablos metéis vuestra alegría?».

Los santos no son una especie especial de hombres y mujeres. No es posible ser hombre y mujer de verdad más que siendo santos, siendo niños en quienes resplandece la gracia y desborda la alegría. No hay otro camino de humanidad verdadera. No importa si es la contemplación, como María de Betania, o la acción, como su hermana Marta. El secreto es lo único necesario, como les dijo Jesús: no aplaudirLe, sino seguirLe. A esto nadie puede resistirse. Vale la pena escuchar al ateo cuando, ante los santos, nos dice: «Os parecéis a esos soldados que estaban esperando la hora del asalto. De repente, el coronel levanta su sable, salta por encima del parapeto, y emprende solo la carrera, a través del terreno de fuego, gritando: ¡Adelante! Mientras, sus soldados, que siguen agazapados en la línea de partida, electrizados por tanta valentía, aplauden, con lágrimas en los ojos: ¡Bravo! ¡Bravísimo! Mis queridos hermanos, si hubierais seguido a los santos, en vez de aplaudirlos…».