Celebramos el Día internacional de la Radio. ¡Que buena ocasión para recordar a ese gran genio que fue Guillermo Marconi! Para muchos, el legítimo inventor de la radio, aunque los rusos le atribuyen este honor a Aleksandr Popov, y los estadounidenses a Nikola Tesla. Y es que, aunque recibirá el Nobel de Física en 1909 por sus logros en materia de telegrafía sin hilos, así como la prestigiosa Medalla Franklin de ingeniería del Instituto Benjamin Franklin de Estados Unidos, y aunque el mismo rey Víctor Manuel III terminaría nombrándole marqués y llegase a presidir la Academia de Italia, fuera elegido senador vitalicio, y delegado penitenciario italiano en las conversaciones de paz de París tras la primera guerra mundial, lo cierto es que en sus comienzos como inventor, en su país no le hicieron mucho caso.
Donde de verdad se tomaron en serio su genialidad y su invento revolucionario fue en Inglaterra. Allí, con la acogida primero del sistema de correos de Londres, y con la creación después, con su primo Jameson Davis, también ingeniero, de una compañía telegráfica inglesa, consiguió conectar por radio las islas británicas con el resto de Europa, primero, y las islas británicas con Canadá después, demostrando la equivocación de los que aseguraban, tras las primeras pruebas del invento radiofónico, que nunca la radio podría ser intercontinental porque la curvatura de la tierra expulsaría las ondas al espacio.
Pero no solo Inglaterra creyó en Marconi, sino también otro minúsculo país muy cerca en el mismo corazón de Roma, la Ciudad del Vaticano, donde no por casualidad se encuentra el mejor museo de la radio del mundo (el Museo Marconi), un pequeñísimo museo, reservado para muy pocos visitantes, que fue durante años el «cuartel general» de los ensayos de Marconi, y donde creó Radio Vaticana. Allí están sus instrumentos, las primeras radios de la historia. Vamos, el tesoro de los tesoros para cualquier amante de la radio.
El mejor aliado de Guillermo Marconi fue Pío XI, porque ambos se hicieron una pregunta nada baladí: ¿A quien de verdad le interesa poder mandar mensajes de voz instantáneos, que se oigan en todo el mundo, y que no sirvan para dividir y enfrentar a los hombres y los pueblos? ¿Y a quienes les interesaría poder oír estos mensajes, desde cualquier parte del mundo? Pues sin duda al Sucesor de Pedro, Vicario de Cristo en la Tierra, y a todos los cristianos y hombres y mujeres de buena voluntad, repartidos en los cinco continentes. De algún modo ambos anticiparon aquello que el Magisterio de la Iglesia diría muchas décadas después, en 1971: que el fin de los medios de comunicación social no es otro que la comunión y el progreso entre los hombres y los pueblos (Communio et progressio, 1).
No le costó nada convencer a Pío XI de esto. Marconi, de hecho, no ocultó nunca ni su fe, ni su convencimiento de poner la ciencia en general y su invento en particular al servicio del Reino de Dios. De hecho, él mismo confesaba:
«Cada paso que la ciencia hace nos lleva siempre nuevas sorpresas y logros, y sin embargo, la ciencia es como una luz débil luz de una linterna parpadeante en un bosque profundo y espeso, a través del cual la humanidad se esfuerza por encontrar su camino hacia Dios. Solo la fe es la que puede llevar a la luz y servir de puente entre el hombre y el Absoluto. Me siento orgulloso de ser cristiano. Yo creo no solo como cristiano, sino como un científico también. Un dispositivo inalámbrico puede entregar un mensaje a través del desierto. En la oración, el espíritu humano puede enviar ondas invisibles a la eternidad, las ondas que alcanzan su meta en frente de Dios».
Por eso la primera «empresa» radiofónica, en el sentido en el que hoy la entendemos, fue Radio Vaticana, inaugurada el 12 de febrero de 1931 (de ahí la fecha del Día de la Radio). Ese día, por primera vez, exactamente a las cuatro y media de la tarde, el Pío XI pronunció el primer mensaje pontificio radiofónico de la historia. Le acompañaban un jesuita (casi siempre que hay una innovación en la Iglesia, ahí esta un jesuita), Giuseppe Gianfranceschi, primer director de Radio Vaticano, y el cardenal Eugenio Pacelli, entonces Secretario de Estado (el número dos del Pontífice), que años después sería Pío XII.
Resulta enormemente interesante releer, y más aún escuchar, las primeras palabras del Papa Pío XI de ese mensaje: «Siendo, por arcano diseño de Dios, Sucesores del Príncipe de los Apóstoles, de aquellos cuya doctrina y predicación por divino mandato está destinada a toda la gente y a toda criatura, y pudiendo en primer lugar valernos desde este lugar de la admirable invención de Marconi, nos dirigimos primeramente a todas las cosas y a todos los hombres, diciéndoles, aquí y en adelante, con las mismas palabras de la Sagrada Escritura: Escucha, cielo, y hablaré, oiga la tierra las palabras de mi boca. (…) Nuestra palabra llegue a cuando están enfermos, en el dolor, en las tribulaciones y en las adversidades, especialmente a ustedes que sufren tales cosas por parte de los enemigos de Dios y de la sociedad humana. (…) Mientras ofrecemos por ustedes nuestras oraciones y en cuanto podamos nuestra ayuda, mientras los encomendamos a la caridad de todos, les decimos de parte de Cristo de quien hacemos las veces: Vengan a mí todos los que estáis cansados y atribulados, y yo los aliviaré».
Estas palabras del Evangelio fueron proféticas, porque uno de los primeros servicios que hizo Radio Vaticana, y que solo pudo y quiso hacer Radio Vaticana, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, fue poner sus ondas al servicio de las familias de todos los bandos para buscar a los desaparecidos o prisioneros en los campos de concentración.
Marconi nació en Bolonia el 25 de abril de 1874, de padre italiano y madre irlandesa. Estudio en las universidades de Bolonia y Florencia, donde se entusiasmo experimentando con las ondas hertzianas, descubiertas entonces por Hernrich Hertz. En 1895 tuvo la genial idea de colocar un generador de chispas hertzianas en lo alto de una varilla, y con un ingenioso aparato por él fabricado, descubrió que estas ondas podían ser emitidas y recibidas a distancia.
Acababa de inventar un emisor-receptor de radio, como quien no quiere la cosa. Murió en Roma el 20 de julio de 1937, víctima de un ataque al corazón, y las emisoras de radio de todo el mundo no solo transmitieron la noticia de su fallecimiento, sino que guardaron un minuto de silencio en reconocimiento al que fuera un sabio ingeniero, un magnífico diplomático, un cristiano ejemplar, al inventor de la telegrafía inalámbrica, popularmente conocida como la radio.