El euro, la moneda única europea, ha cumplido 20 años. Fue un audaz proyecto, que en 2002 muchos economistas, sobre todo norteamericanos, pensaban que no tenía futuro. Esta supervivencia ya es un éxito. Ha tenido épocas de bonanza y de crisis, algunas muy graves, pero ha sobrevivido, y hoy forma un elemento natural en la vida cotidiana de 340 millones de ciudadanos europeos de 19 países, más algunos millones más de otros países que lo tienen también como moneda nacional sin formar parte de la Unión Económica y Monetaria Europea. Las generaciones jóvenes no han conocido otra moneda, y los no tan jóvenes nos hemos olvidado ya lo que era pagar en pesetas.
¿Ha sido un éxito? Para los españoles, mirando hacia el pasado, sí, sin duda. Atrás quedaban los años de inflaciones de hasta dos dígitos y frecuentes devaluaciones de la peseta, que sembraban el desconcierto en inversores, exportadores, productores y consumidores. Cuando entramos en la moneda única nos prometieron estabilidad, y la hemos tenido: la inflación media de estos dos decenios está alrededor del 2 %, que es el objetivo que se fijó el Banco Central Europeo (BCE) desde sus orígenes. España necesitaba la disciplina de las reglas monetarias y fiscales que nos imponía la nueva moneda. Y pudimos disfrutar así de ampliación de mercados y economías de escala y de una convergencia de políticas, al coste, claro está, de renunciar a tener una moneda propia y una política monetaria independiente.
Hay, sin embargo, otros puntos de vista menos optimistas. El modelo europeo no ha cumplido las expectativas que tenían sus fundadores. Exportar sigue siendo algo que no está en el diccionario de muchas empresas, sobre todo pequeñas. Las barreras idiomáticas, culturales, históricas y de sistemas judiciales siguen ahí. Cada país intenta mantener su sistema financiero debidamente controlado. La coordinación de las políticas fiscales nacionales con la política monetaria unificada es, a menudo, difícil.
En el fondo, hay varias maneras de entender qué es eso de Europa: desde el objetivo de la unidad política, con un parlamento y un gobierno único por encima de las estructuras nacionales hasta un conjunto de países que se ponen de acuerdo en unas políticas importantes, tratan de coordinarse en otras y mantienen una elevada independencia en las demás, pasando por varias formas de federación o confederación. La división norte-sur sigue vigente, como se pone de manifiesto, por ejemplo, en la resistencia de algunos países, España entre ellos, a aceptar unos límites estrictos a su nivel de deuda pública.
Pero, al lado de estas discrepancias, se observa también una actitud cooperativa en situaciones de crisis: no en 2008, pero sí cuando en 2012 el entonces gobernador del BCE declaró que harían todo lo necesario para salvar al euro –y lo hizo, comprando generosamente deuda de los países en dificultades–. Y cuando la COVID-19 exigió a los países un impulso fiscal sin limitaciones. Y cuando, al plantearse la recuperación de las economías después de la pandemia se puso en marcha una nueva política de gasto de la Comisión Europea, con impuestos propios y emisiones de deuda mancomunada para la NextGenerationEU, lo que supone una inyección financiera importante para las economías como la española, que necesitan un impulso de sus inversiones en nuevas tecnologías y en una economía sostenible.
El euro es una construcción humana, con limitaciones como todas, que se basa en unas reglas generales y, todavía, un amplio poder de decisión de los gobiernos nacionales, lo que dificulta la creación de coaliciones capaces de provocar cambios importantes en las políticas. Por eso se ha dicho que Europa se ha construido a golpe de crisis. Hay muchos problemas que afectan al euro, pero que el euro no puede solucionar. Por ejemplo, la política monetaria basada en bajos tipos de interés durante largo tiempo ha creado desigualdad en la riqueza, al aumentar el valor de los activos financieros de las familias acomodadas, aunque también ha reducido el coste del crédito para las de recursos más limitados. Pero la desigualdad tiene causas más profundas, estructurales, que deben combatir los gobiernos nacionales.
Asimismo, los retos de la transición energética y de la lucha contra el cambio climático exigen un considerable esfuerzo inversor. El BCE y la Comisión Europea se están implicando en su financiación, pero esta debe recaer sobre el sector privado y público y, como es lógico, el sistema financiero; la autoridad monetaria debe actuar como promotora e impulsora, pero no como financiadora directa.
Ese proyecto económico y político que llamamos Europa o Unión Europea se fundó hace más de 70 años sobre las ideas de unos cuantos soñadores, que creyeron que era posible crear un sentido de unidad a los europeos que dejase atrás las guerras y los conflictos del siglo anterior. El euro ha sido un paso más en este proyecto, un paso económico, que trata de crear un entorno estable para que las familias y las empresas se desarrollen en libertad. Ese entorno, en su faceta puramente monetaria, es ya una realidad desde hace dos décadas. Tiene defectos y limitaciones, sobre todo las que les imponen las personas que lo dirigen y las que aplican sus reglas. Es, pues, mejorable. Pero está abierto a la esperanza, incluso con su historia titubeante.