Como escribe Gianni Ambrosio en el Diccionario Enciclopédico del Cristianismo, «tanto las apariciones como las revelaciones privadas no son sino un apoyo destinado a recordar elementos que han quedado descuidados o un estímulo referido a ciertos puntos particularmente útiles en determinadas circunstancias».
Las apariciones de Fátima se ajustan perfectamente a la premisa de Ambrosio. Las circunstancias son los terribles acontecimientos que asolaron al mundo durante el siglo XX y que siguen surtiendo efecto en la sociedad posmoderna. Y no solo a las guerras. También a los estragos que el ateísmo iba a causar. De ahí que en la primera aparición, la Virgen, tras ordenar a los tres pastorcitos que volvieran a Cova de Iría el día 13 de cada mes hasta octubre, los exhortó a practicar la reparación y, sobre todo, a rezar el rosario con asiduidad.
En la tercera aparición, la Virgen se muestra más precisa y expresa el ruego –procedente directamente del Señor– de que se establezca «en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado; si se hace lo que os voy a decir, muchas almas se salvarán y habrá paz».
Pío XII escuchó este deseo y el 31 de octubre de 1942 solemnizó la consagración de la Iglesia al Corazón Inmaculado de María. Lo hizo, no era casualidad, a través de un mensaje al pueblo de Portugal, que ya había sido consagrado por sus obispos en 1931, un año después de la confirmación definitiva de las apariciones. El año 1942 no es baladí: se cumplía un cuarto de siglo de las apariciones y también de la consagración episcopal del Papa Pacelli. Quedaba así sancionada la centralidad de Fátima en la Iglesia.
Pero Fátima cobraría un sentido aún más amplio en la historia, sin apartarse de la línea de oración y devoción trazada por la Virgen en su primera aparición: la consagración de Rusia. Según el claretiano Joaquín María Alonso –citado por el Nuevo Diccionario de Mariología–, con el deseo mariano sobre el país eslavo, «Fátima se coloca en el centro de las preocupaciones mundiales y de los acontecimientos más importantes de nuestro siglo».
El atentado del que fue víctima san Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981 –día de la Virgen de Fátima– es la clave. No solo porque el propio Papa estaba convencido de que la Virgen desvió el proyectil que le podía haber matado («La bala iba perfectamente dirigida y era devastadora, ¿por qué todo el mundo habla de Fátima?», le preguntó Ali Agca en 1983), sino también porque a raíz del fallido magnicidio pensó en consagrar a Rusia a la Virgen, cosa que hizo el día de la Anunciación de 1984, junto con otros países.
Cinco años después, caía el Muro de Berlín y empezaba a desmoronarse el comunismo, simbolizado por Rusia más que por cualquier otro país. Al salir del hospital, san Juan Pablo II había ordenado construir una pequeña capilla en Polonia, lo más cerca posible de la frontera rusa, en la que se colocaría una estatua de la Virgen de Fátima. El deseo de María se había cumplido.