Expertos escriben sobre la encíclica Pacem in Terris - Alfa y Omega
1
Un grave peligro: el olvido del hombre

En la Navidad de 1958, siguiendo con la tradición iniciada por Pío XII, Juan XXIII dirigió a los católicos el Mensaje Unidad y paz. En él se preguntaba: «¿Por qué la unidad de la Iglesia católica, orientada directamente y por vocación divina a los intereses del orden espiritual, no podría llegar también a la reunificación de las diferentes razas y naciones, atraídas igualmente por propósitos de convivencia social señalados por las leyes de la justicia y de la fraternidad?» Si la unidad en torno a Jesucristo provoca beneficios de paz en la vida interna de la Iglesia y del mundo, ¿por qué la unidad en torno al hombre, imagen de Dios y sujeto de la convivencia, no puede provocar frutos similares? En sucesivos mensajes navideños, especialmente en Domino plebem perfectam, Juan XXIII respondió a este interrogante con un programa basado en cuatro motores espirituales: verdad, justicia, caridad y libertad. Consciente de que el mundo vivía instalado en una paz ficticia, fruto de la sospecha, la desconfianza recíproca y el temor, la Iglesia ofrecía al mundo al Dios verdadero, único fundamento del orden moral estable, de Quien emana la verdad cristiana sobre el hombre. El magisterio del Papa Juan corría tras la edificación de un orden orientado al bien del hombre y de toda la Humanidad.

Este principio, que la doctrina social de la Iglesia (DSI) expresa como bien común y que Juan XXIII convierte en bien común universal, debía convertirse en la regla de derecho válida, en tanto que se fundamenta sobre una certeza ética que creyentes y no creyentes podían compartir: el hombre es el sujeto, fundamento y fin de las relaciones civiles, políticas, internacionales y mundiales. En un mundo dominado por el lenguaje ideológico, se hacía necesario reconstruir las relaciones de convivencia según un lenguaje moral objetivo. Ésta era la verdad que había que llevar a la Historia. Y había que hacerlo en un mundo marcado por la multiplicación de las relaciones sociales, la interdependencia y la complejidad derivada del industrialismo.

Juan XXIII estaba absolutamente convencido de que los criterios generales de la DSI, en tanto que eran respuesta a las exigencias de la naturaleza humana y a las condiciones de tiempo y lugar, podían ser aceptados por todos. El Papa sabía que, a comienzos de los años 60 del siglo XX, se hacía más difícil que en épocas anteriores comprender la relación entre los actos humanos y las exigencias de la justicia. Por ello, había que determinar con exactitud el modo cómo hubiera que aplicar los principios y los criterios de la DSI. Pacem in terris respondió con creces a este desafío, al determinar que las formas políticas y el Derecho son exigencias del orden moral, en tanto que deben someterse a la naturaleza humana entendida como dato objetivo de la realidad, así como instrumentos para la protección de la dignidad humana.

María Teresa Compte
Profesora de DSI. UPSAM

Juan XXIII dirige un mensaje a los oyentes, desde las instalaciones de Radio Vaticano.
2
El protagonismo de los derechos humanos

La figura del Papa Juan XXIII generó inicialmente un cambio de imagen, de tono acusadamente pastoral, similar al producido –años más tarde– por la efímera trayectoria de Juan Pablo I, e incluso recientemente por los gestos del Papa Francisco, dada la clara discrepancia de los tres con el talante más doctrinal o incluso profesoral de sus respectivos predecesores.

La encíclica Pacem in terris aportó, sin embargo, un interesante matiz doctrinal. La doctrina social de la Iglesia, siguiendo la tradición escolástica, había prestado particular atención a la ley natural, que incluía exigencias tanto morales como jurídicas, y si acaso de modo más específico al Derecho natural. En esta encíclica, por el contrario, el protagonismo se centró sobre los derechos humanos, aspecto que la citada tradición, sin duda, no había desconocido (baste aludir a Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca), pero de un modo relativamente derivado.

En una España donde comenzaba a madurar la larga espera de una transición democrática, tal matiz tuvo una particular acogida. No era, pues, de extrañar que proliferaran textos que contenían comentarios civiles, académicos o políticos, sobre la Pacem in terris; sin que faltara algún chistoso que se declarase a la espera de posibles comentarios militares, finalmente inéditos.

El tratamiento de los derechos humanos se convertiría, en adelante, en protagonista habitual de las encíclicas sociales, como la Populorum progressio, de Pablo VI, o las que integran el ingente magisterio de Juan Pablo II, y no pocos textos de Benedicto XVI.

Andrés Ollero Tassara
Catedrático de Filosofía del Derecho

3
La Pacem in terris, en España

Pacem in terris fue la última encíclica de las ocho escritas por el Papa Juan XXIII. Publicada el día 11 de abril de 1963, 53 días antes de fallecer el Pontífice, coincidiendo con la celebración del Jueves Santo. En ella hizo una profunda reflexión sobre las condiciones que habían de imperar para que hubiera una verdadera paz en el mundo. Pretendió hacer ver la común pertenencia a la familia humana e iluminar respecto a la aspiración, de la gente de todos los lugares de la tierra, a vivir en seguridad, justicia y esperanza ante el futuro.

El impacto que tuvo en España fue, de momento, muy escaso, debido a los dos grandes acontecimientos producidos pocas semanas más tarde por la muerte del Papa (3 de junio) y la elección de Pablo VI (21 de junio). Además, en aquellas fechas, les era muy difícil a los obispos hablar en una comunidad social, política y aun religiosamente dividida. Al no existir todavía la Conferencia Episcopal, las reacciones fueron muy aisladas y desiguales. Los boletines diocesanos se limitaron, en la mayoría de los casos, a reproducir el documento pontificio, evitando comentarios que hubieran podido crear tensiones con el régimen, muy afectado por la elección del Papa Montini, injustamente considerado enemigo de España. Hablar en aquellos momentos del amor cristiano que en la vida pública había de traducirse en tolerancia, respeto de los derechos ajenos, utilización de caminos pacíficos y superación del odio hubiera sido visto, ciertamente, por los sectores políticos más radicales como una provocación.

Hoy, nos puede parecer que los obispos fueron excesivamente prudentes, a la hora de difundir la encíclica; pero sabemos que eran muy conscientes de la coyuntura socio-política del Estado, cuyo ordenamiento jurídico no era suficiente y comprendían que ciertas normas legales extraordinarias eran necesarias para defender la sociedad, aunque limitasen temporalmente determinadas libertades. Pero tanto las leyes vigentes, como su aplicación, para ser justas, debían reunir aquellas condiciones esenciales que protegían derechos inalienables de la persona. Paralelamente, se debía promover la revitalización moral y religiosa de las conciencias y la evolución y desarrollo social y político de la comunidad nacional hacia formas jurídicas que asegurasen siempre mejor el bien común, que, «en la época actual, se considera que consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana» (Pacem in terris, 60). Era lo más que podían decir los obispos en la primavera de 1963.

La revista Ecclesia, exenta de la censura estatal, se limitó a exaltar la defensa vigorosa del bien común universal hecha por Juan XIII, evitando cualquier referencia a la situación española.

Vicente Cárcel Ortí
Historiador

Juan XXIII firma la encíclica Pacem in Terris, en 1963, en el Vaticano.
4
Rechazar el odio y hacer triunfar el amor

La encíclica Pacem in terris es considerada por los historiadores como el verdadero prólogo al Concilio Vaticano II. Reúne también las condiciones de una propuesta pontificia a quienes iban a reunirse en el Concilio. Juan XXIII, que tenía experiencia directa de la segunda guerra que había vivido desde los Balcanes, toma como punto de partida lo que, ya en la reforma católica española del siglo XVI, se había afirmado: el hombre está dotado de derechos que pertenecen a su naturaleza y no son el simple resultado de un consenso entre sectores políticos. Partiendo de ahí, ¿cómo lograr la paz? Responde que, sólo desde el interior de la persona humana, es posible rechazar el odio y hacer triunfar el amor. Las recomendaciones que, desde el Concilio, van a hacerse responden a este pensamiento. Las naciones tienen que llegar a un entendimiento en el que el respeto a la persona humana en sus tres dimensiones, vida, libertad y trabajo, esté reconocido. Insiste después diciendo que la dignidad de la persona humana se explica desde la fe cristiana y judía porque el hombre lleva la imagen y semejanza de Dios.

El documento adquiere después un valor indescriptible, porque el Concilio Vaticano II marca el comienzo de una nueva etapa en la vida de la Iglesia y de Europa. Digámoslo con sus propias palabras: llamada universal a la santidad. Dios es amor, y, por consiguiente, sólo el amor puede permitir construir un futuro que sea valioso. Las guerras, decía Juan XXIII, nos han dejado una herencia de odio, y eso es precisamente lo que hay que vencer. El Concilio se presentará a sí mismo como un servicio que la Iglesia quiere prestar a todos los seres humanos, creyentes o no, porque ella posee una definición de la persona humana sobre la cual es imprescindible construir el futuro.

Es lo que los Papas siguientes, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora Francisco están repitiendo. El mensaje de servicio no es otra cosa que una demanda de cambiar el signo de los tiempos: amor y no odio.

Luis Suárez
Catedrático y académico de la Historia

RELACIONADO