«No ocultamos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace una sola carne, abierta a la vida, está sometida, por todas partes, a factores de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan»: lo acaban de decir los Padres participantes en el Sínodo de los Obispos, celebrado el pasado mes de octubre, en su Mensaje final, y la actualidad de sus palabras no puede ser mayor. «Precisamente por esto —añaden—, nos vemos impulsados a afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado a la familia y a su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios específicos de acompañamiento, antes y después del matrimonio». Estos itinerarios no pueden ser otros que los testimonios vivos que muestran, ante la sociedad entera, la belleza, el esplendor de la verdad del matrimonio. Y por eso los Padres sinodales han querido expresar la gratitud «a tantos esposos y familias cristianas que, con su testimonio, continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y de servicio, que es semilla de una sociedad más fraterna y pacífica». Si no se deja crecer esta semilla, ¿cómo no van a multiplicarse toda clase de crisis destructoras? A la vista de todos está. Como también están a la vista, para quienes tienen los ojos limpios y el sentido común despierto, los frutos de bien, verdad y belleza, constructores de la Humanidad, que brotan del matrimonio al que únicamente corresponde tal nombre, «el de un hombre y una mujer que los hace una sola carne, abierta a la vida».
En su Carta a las familias, de 1994, Juan Pablo II, teniendo muy vivo en su alma el grito que ya lanzó en los primeros años de su pontificado, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio: «¡El futuro de la Humanidad se fragua en la familia!», gritó de nuevo que «¡ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia!» Y mostraba, con toda claridad, cómo «semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres». La familia, la única verdadera familia, fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, abierto a la procreación de los hijos, es esa cuestión de fondo básica en una vida que pueda llamarse realmente humana; y tal humanidad tiene su raíz en el mismo Origen del ser y de la vida. Así lo dijo Benedicto XVI, en el Encuentro Mundial de las Familias, este año, en Milán: «La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está llamada, al igual que la Iglesia, a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó».
Si es la imagen de Dios lo que define a hombre y mujer, ¿qué clase de humanidad puede haber en un mundo sin Dios?, pues eso es, en definitiva, un mundo que deja de respetar el matrimonio en toda su verdad, bien y belleza. La paz y la justicia no pueden por menos que desaparecer. El respeto y la defensa del matrimonio y la familia no es una cuestión privada de personas religiosas: afecta al ser y a la supervivencia misma de toda la sociedad, a lo más esencial del bien común. Lo han dejado muy claro los obispos españoles en su reciente documento sobre La verdad del amor humano: «Como al bien del matrimonio está ligado el bien de la familia, y a éste el de la sociedad, defender y proteger la institución matrimonial es una exigencia del bien común». Avalan sus palabras con éstas otras del Santo Padre Benedicto XVI, pronunciadas el 11 de mayo de 2006, con ocasión del 25 aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para los Estudios del Matrimonio y la Familia: «Sólo la roca del amor total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz de fundar la construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos los hombres»; a lo cual añaden los obispos españoles éstas, del mismo año 2006, en la homilía del Papa en la Misa de clausura del Encuentro Mundial de las Familias, de Valencia: «La Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar, hoy día, al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana».
Pretender suplantar el matrimonio y la familia con la unión de personas del mismo sexo, o con cualquier otro tipo de unión que no sea la de hombre y mujer, imagen misma de Dios Creador, dictamine lo que dictamine cualquier Tribunal Constitucional, supone un daño de la máxima gravedad al bien común, y un atentado a la realidad de la vida. El matrimonio es lo que es y no puede ser otra cosa; igual que un círculo no puede ser cuadrado; y cualquier Derecho que no se atuviera a la realidad y a la razón no sería Derecho.