«Quiero: queda limpio»
VI Domingo del tiempo ordinario
El Evangelio de este domingo nos narra la curación de un leproso. Para hacernos cargo del significado de esta enfermedad, la liturgia nos prepara con la primera lectura, que define esta enfermedad como una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, que produce llagas. No parece tratarse, pues, de una dolencia mortal, ya que la misma Biblia lo constata al disponer el procedimiento oportuno tras la curación: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». Sin embargo, aunque la lepra no es mortal, se propaga con facilidad, especialmente en las personas con mayor debilidad física o menos defensas. La primera lectura, a través del libro del Levítico, nos permite el acceso a la visión de la lepra en el Antiguo Testamento, no distinta de la de otras religiones de la época. Se describe con instrucciones muy precisas el modo en que los sacerdotes debían verificar si una llaga o afección cutánea era signo de tal dolencia. El motivo de que los responsables del culto fueran los encargados en su diagnóstico residía en que la lepra constituía una impureza y por eso debían poner todos los medios para evitar su propagación, apartando al leproso de su comunidad: «Andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada […] Vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento». Junto con la obligación de mantenerse alejado de los suyos, el leproso era impuro. Por lo tanto, no apto para el culto y alejado de la santidad de Dios. Lo más parecido a un infierno en vida. La misma Escritura trataba de proteger al débil: el anciano, la viuda, el cautivo; y la enfermedad en sí no es, por lo general, ocasión de segregación, sino de compasión y de mayor cercanía. Pero esto no ocurría con los leprosos.
«Si quieres, puedes limpiarme»
Se comprende, pues, que las primeras palabras del leproso con el que se encuentra Jesús sean pedirle la «limpieza». La principal preocupación de este enfermo no son los dolores insoportables o la fealdad de su piel, sino el verse impuro ante Dios y ante los hombres. En ese momento ocurre algo inaudito: Jesús «compadecido, extendió la mano y lo tocó». En un instante irrumpe la novedad. La compasión y el contacto físico eran algo vetado para los leprosos. Sin embargo, en sentido estricto no es algo nuevo en la relación de Dios con el hombre. La Encarnación de Jesucristo, su vida y, en particular, su pasión, muerte y resurrección son la prueba más clara no solo de que Dios no permanece indiferente ante el sufrimiento del hombre, sino de que el modo elegido por Dios para salvarnos ha sido el contacto. Tomar carne implica que Dios ha extendido su mano y lo ha tocado de modo máximo.
Cuando se realiza el contacto físico entre Jesús y el leproso se produce un resultado inverso al habitual: no es el enfermo el que contagia a Jesús, sino Cristo quien purifica al leproso. Ciertamente, la lepra ha sido presentada siempre como imagen del pecado. Sabemos que no es así, ya que ninguna enfermedad ni es causa de impureza ni está ligada a la situación religiosa de una persona. Sin embargo, sí que es cierto que el pecado es una verdadera lepra, que automáticamente nos separa de Dios y de nuestra comunidad. Y como ninguno estamos libre de él, debemos pedirle a Jesucristo constantemente esta purificación.
Nuestra actitud hacia el que sufre
Pocas imágenes del Papa Francisco han quedado grabadas en nuestra mente con tanta fuerza como la del día en el que abrazó la cabeza de una persona aquejada de una extraña afección de la piel. Con este gesto, el sucesor de Pedro puso ante nosotros la imagen de lo que cada uno de nosotros, los cristianos, debemos ser frente al que sufre. No es el único caso en el que Jesús mantiene se acerca a alguien proscrito por la sociedad de su época, pero sí uno de los más representativos. De esta manera, el Evangelio subraya que la compasión y la misericordia hacia los demás exigen una implicación total, y no solo teórica, con las personas que nos rodean.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.