La Transfiguración
II Domingo de Cuaresma
Como si se tratara de la otra cara de la moneda del Evangelio del domingo pasado (las tentaciones del Señor), escuchamos el pasaje de la Transfiguración del Señor ante sus discípulos. Esta doble temática, asociada respectivamente a los domingos primero y segundo de Cuaresma, es invariable. La única diferencia estriba en que cada año se alternan las versiones de Mateo, Marcos o Lucas. Pero si los Evangelios de las siguientes semanas cambian en función del ciclo litúrgico, ¿a qué se debe la invariabilidad en los dos primeros domingos? Ante todo, no podemos olvidar que la Cuaresma es un camino de preparación hacia la Pascua, hacia el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Se trata de la celebración de un acontecimiento marcado por el contraste: el sufrimiento frente al gozo, el llanto frente a la alegría; y de forma más radical, la muerte frente a la vida. En realidad, no solo los últimos momentos de la vida terrena de Jesucristo se caracterizan por esta contradicción, sino que toda la vida del Señor y de sus discípulos es una preparación de este contraste. Por eso, desde este modo de observar las cosas descubrimos que la Transfiguración del Señor constituye el contrapunto al episodio de las tentaciones: este domingo vemos a Jesús resplandeciente y lleno de gloria, mientras que el domingo pasado se reflejaban la soledad, el abatimiento o la debilidad.
La entrega de su propio Hijo
Pero no solo las lecturas de varios domingos puestas en conjunto sirven para reflejar este contraste. También este domingo percibimos una cierta oposición entre lecturas que, de por sí, tienen una unidad temática. La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios prueba la fe de Abrahán. No es la primera vez que Dios quiere algo del patriarca: ya le ha pedido abandonar su tierra, sus bienes, sus seguridades, y que camine hacia un lugar nuevo para él. Sin embargo, el Señor da un paso más: le pide ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac. Parecería que Dios prueba hasta el final la fe de Abrahán, dado que de morir su hijo, la promesa de la descendencia infinita no se cumpliría. Isaac ha sido comparado siempre con Jesucristo, con una diferencia: así como Isaac no murió, Dios no libró de la muerte a su Hijo único. Así lo explica también san Pablo, en la segunda lectura: «No se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros». Por ello, al acercarnos este domingo a la Transfiguración del Señor no podemos olvidar esta perspectiva. De hecho, en el propio Marcos, la Transfiguración sucede al anuncio de la Pasión por parte del Señor; algo difícil de asumir por los apóstoles, especialmente por Pedro.
La gloria de Dios ilumina la Pasión
El texto de Marcos nombra a Pedro, Santiago y Juan. No extraña que fueran ellos los que acompañaran a Jesús a lo alto del monte, puesto que eran los más allegados. Sin embargo, también estarán presentes en otro momento más dramático de la vida de Cristo: en Getsemaní, en las horas previas a su muerte. Quienes este domingo ven a Jesús resplandecer en gloria, se preparan para verlo sufrir y ser abandonado por parte de todos, incluidos ellos mismos. Para los cristianos la Transfiguración nunca puede ser contemplada como si estuviéramos ante un milagro de Jesús, en el que, de un modo cuasimágico, se transforma en un ser luminoso en un escenario en el que incluso se oyen voces. El Señor ha permitido que, como preparación al dolor, al sufrimiento y al escándalo que va a suponer en sus discípulos la Pasión, sean testigos de la gloria que recibirá. Además, Pedro, Santiago y Juan escuchan la confirmación de Jesús como Maestro, a través de una voz: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». También nosotros nos acercamos a la Transfiguración sin perder de vista que el triunfo y la gloria solo es posible si también somos partícipes de la confianza y abandono total en Dios, de la tentación, y al mismo tiempo acogemos la palabra de Jesucristo a quien debemos escuchar.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.