«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
Domingo de la Santísima Trinidad
Al llegar el domingo de la Santísima Trinidad podemos pensar que estamos ante un gran misterio indescifrable y oculto; un ámbito en el que solo tras muchos esfuerzos pocos han podido acceder, y solo parcialmente, tras realizar elevados razonamientos doctrinales y filosóficos. Se corre el riesgo de imaginar a Dios uno y trino como una verdad difícil de conocer y que, por otra parte, es prácticamente indiferente para la relación del hombre con Dios e insignificante para la vida corriente. La clave para comprender el significado de esta fiesta está en no detenernos exclusivamente en el plano doctrinal, sino en acudir al mismo tiempo a dos facetas de la vida de la Iglesia: la celebrativa y la vivencial.
Y es precisamente en la dimensión celebrativa donde encaja el pasaje del Evangelio de hoy. El núcleo de este texto lo conforma el mandato del Señor en el que se incluye el deseo de que todos los hombres sean bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El contexto de esta exhortación es el final del Evangelio de Mateo, donde se anuncia la misión que el Señor encomienda a la Iglesia con motivo de su despedida. Estamos ante la única ocasión en el Nuevo Testamento en la que se nos presenta juntos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
La celebración, obra de la Trinidad
El pasaje de Mateo alude explícitamente a la celebración en virtud de la cual una persona es incorporada a la vida de la Iglesia. A partir de esta fórmula no es arduo reconocer las menciones a las tres personas en el resto de las acciones litúrgicas de la Iglesia. En efecto, iniciamos ordinariamente las celebraciones santiguándonos y las concluimos recibiendo una bendición trinitaria. Asimismo, los domingos confesamos explícitamente la fe trinitaria en el credo y cantamos la alabanza trinitaria con dos himnos que nacen durante los primeros siglos de la Iglesia: el gloria en la Misa y el tedeum en la liturgia de las horas.
Así pues, el modo de celebrar la fe ha estado impregnado de la dimensión trinitaria desde los comienzos de la Iglesia hasta nuestros días. Si a través de la celebración descubrimos que la Trinidad no es algo accidental, sino esencial a la misma, en las lecturas de este domingo se manifiesta especialmente el obrar trinitario de Dios.
Dios nos ha creado y salvado
A lo largo de la historia, el pueblo de Dios toma conciencia de quién es Dios a partir del modo concreto a través del cual ha sido beneficiario de su acción salvadora y de su poder, unos acontecimientos determinados, grabados en la memoria de la comunidad.
Así lo expresa con claridad la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio. Moisés no parte de la esencia de Dios para pedir a los judíos confianza y fe en el Señor, sino que los invita a que observen con qué fuerza han sido liberados de la esclavitud, para que, consecuentemente, reconozcan al artífice de esa proeza. Ese será el camino por el que Israel reconocerá en ese salvador al creador del mundo. Y, en esta progresiva revelación de Dios, puesto que Dios ha querido hacerse, si cabe, más cercano con el hombre, envía a su Hijo, quien en su propia carne llevará a cumplimiento la salvación del hombre del pecado y de la muerte.
Entrar en la intimidad de Dios
El objetivo último de la manifestación de Dios es que podamos acceder a su intimidad y participar de su propia vida. Y esta labor se realiza gracias a la acción del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y en nuestra vida posibilita que podamos llamar a Dios «Abba, Padre», porque somos «hijos en el Hijo», no esclavos, sino coherederos. El Espíritu Santo es, por último, la concreción personal del «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». Es él quien garantiza que nuestra fe sea verdadera, que nuestras celebraciones sean eficaces y que nuestra vida sea un camino hacia el Padre.
En aquel tiempo los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».