«Como el Padre me ha amado»
VI Domingo de Pascua
Si durante las primeras semanas del tiempo pascual el Evangelio se centraba en las apariciones del Señor a los discípulos, desde hace dos domingos (el domingo del Buen Pastor), el ritmo ha cambiado. En concreto, el pasaje que escuchamos esta semana continúa el discurso del Señor a los discípulos que comenzamos el domingo pasado, en el que el Jesús nos invitaba a permanecer unidos a Él, como los sarmientos a la vid. Aunque se mantiene la misma línea temática (el vínculo entre el Padre, el Hijo y los cristianos), Jesús no se sirve de imágenes (las ovejas, el pastor, los sarmientos, la vid), sino que explica con la máxima claridad su relación con el Padre y con los hombres. Por otro lado, a medida que nos hemos adentrado en la Pascua vamos ahondando en la comprensión última del misterio de la entrega de Jesucristo por los hombres. En efecto, en las primeras semanas nos situábamos ante unos pasajes más descriptivos, en los que, a través de las llagas de las manos y de los pies, o del comer con los discípulos, se enfatizaba la identidad del Resucitado con quien había muerto. Al mismo tiempo, se subrayaba la realidad de un acontecimiento frente a la tentación de creer que estaban ante un fantasma. En las últimas semanas, en cambio, se trata de comprender el significado último de lo que ha ocurrido.
El Padre como origen del amor
El Evangelio, y también el resto de lecturas de este día, aparecen dominados por un tema central: el amor de Dios a los hombres. En primer lugar, se establece que Dios Padre es la fuente del amor: «como el Padre me ha amado, así os he amado yo». Ni siquiera Jesucristo es el origen del amor, sino que será el modelo de la realización y de la transmisión de ese amor. Conviene subrayar esta idea, que está unida con la definición más inmediata de Dios: «Dios es amor», que san Juan nos presenta en la segunda lectura. Ciertamente, determinados pasajes bíblicos sugieren rasgos aparentemente contradictorios con esta idea de Dios. Y a lo largo de la historia no han sido pocos los que han defendido el Dios del amor del Nuevo Testamento, frente a un Dios tiránico, frío y condenador del Antiguo Testamento. Esta simplificación es del todo falsa y no hay contraposición entre ambos Testamentos, pues en los dos se anuncia que Dios por amor nos ha creado y por amor nos ha salvado.
Por Jesucristo participamos del amor del Padre
Uno de los conceptos sobre los que más se ha hablado en los últimos cien años de la vida de la Iglesia es el de «participación». Por citar algunos ejemplos, se estudia cómo fomentar la participación de los laicos o la participación activa en la liturgia. Estamos ante un término positivo, cuyo significado es «tomar parte en algo». Pues bien, el Evangelio de este domingo nos introduce en lo más profundo de esa participación: el amor de Dios. Gracias a Jesucristo podemos tomar parte en el amor de Dios. Al mismo tiempo que, solo desde la acción de Cristo se comprende la participación en la vida de la Iglesia, puesto que si no es a través de él, lo que designamos como «participación» se puede confundir con una mera intervención externa o con un desmedido afán por sobresalir ante otros. La ubicación de este discurso en el contexto de la última cena implica además que es a través de la Eucaristía como se nos introduce íntimamente en el amor de Dios. Además, al poner en relación el Evangelio con el resto de las lecturas descubrimos que el amor de Dios no tiene límites. Dado que, como nos dice la lectura de los Hechos de los Apóstoles, «Dios no hace acepción de personas», la Iglesia no puede concebirse nunca como un grupo cerrado, sino dispuesto siempre a acoger en su seno a todos los hombres, llamados a recibir el amor de Dios.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».