«Atraeré a todos hacia mí» - Alfa y Omega

«Atraeré a todos hacia mí»

V Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: Reuters / Romeo Ranoco.

Lo primero que muestra el Evangelio de este domingo es la sed de ver y de conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. San Juan narra un episodio del último período del ministerio público del Señor. En un contexto cercano a la celebración de la pascua judía, que es cuando tiene lugar la muerte y resurrección de Jesucristo, mientras Jesús se encuentra en Jerusalén nace el deseo de acercarse al Salvador por parte de un grupo de griegos convertidos al judaísmo. No es casualidad que el evangelista haga notar que los intermediarios entre este grupo y el Señor fueron precisamente dos apóstoles con nombre de origen griego, Felipe y Andrés. Tampoco es accidental que nos aproximemos a la Pasión del Señor. La liturgia quiere prepararnos ya interiormente a este acontecimiento, y el modo de sumergirnos espiritualmente en él pasa por compartir el estado de ánimo de Jesús. Con ello se pretende que no revivamos la crucifixión, muerte y resurrección de Cristo como meros espectadores externos, sino implicados en estos hechos junto con el Señor. En realidad, todo el pasaje evangélico no constituye tanto una llamada a secundar las enseñanzas del Maestro, como una invitación a solidarizarnos con Él cuando se acerca su hora decisiva.

El grano de trigo que cae, muere y da mucho fruto

Para poder unirnos mejor a esta «hora», este momento final, en el que va a ser glorificado el Hijo del hombre, Jesús se presenta como el grano de trigo que va a morir y dará mucho fruto a todos los hombres. La imagen del grano de trigo quedó tan grabada en los primeros cristianos que desde el comienzo de las persecuciones martiriales la literatura cristiana ha aludido reiteradamente al grano de trigo que muere para convertirse en germen de nuevos cristianos. En esta línea, la historia de la Iglesia constata que el fruto del derramamiento de sangre siempre ha sido una Iglesia más viva y con mayor capacidad de convicción. Sin embargo, la finalidad de este pasaje no es solo comprender que Jesucristo ha muerto por nuestra salvación. Ni siquiera únicamente ver a los mártires como el paradigma del seguimiento incondicional a Cristo. La Palabra de Dios, viva y eficaz, aquí y ahora, pretende introducirnos a cada uno de nosotros en este proceso; un camino de sufrimiento, de agitación y de lucha, pero que se convierte en la antesala de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

Amor y obediencia hasta el extremo

Sin duda, la donación total del Señor está ligada al eterno amor de Dios por el hombre. Precisamente es la renuncia a su voluntad, frente a los designios del Padre, la otra característica subrayada por la liturgia de este domingo. No hay entrega sin amor y obediencia. Nos dice la segunda lectura, de la carta a los Hebreos, que Cristo, «aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer». Y este fue el modo en el que se convirtió en «autor de salvación eterna». Ciertamente, no es sencillo imitar la entrega, el amor y la obediencia del Señor, o la valentía de quienes a lo largo de los siglos han perdido la vida, y los que hoy también siguen siendo asesinados por ser cristianos. Por eso, en primer lugar, le pedimos a Dios «que, con tu ayuda, avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo». En segundo lugar, el salmo 50, nos permite dirigirnos al Señor pidiéndole un corazón puro, al mismo tiempo que se pide continuar bajo la mirada cercana de Dios, con la expresión: «No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu». En suma, el amor y obediencia entregada de Cristo suscita la atracción por parte de los hombres y una llamada al seguimiento. Ahora bien, para ser discípulos hasta las últimas consecuencias no podemos dejar ni de mirar a la cruz del Señor, ni a quienes se han configurado hasta el martirio con Él, ni tampoco de pedirle a Dios el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo.

Evangelio / Juan 12, 20-33

Entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: “Padre, líbrame de esta hora”. Pero si por esto he venido, para esta hora: “Padre, glorifica tu nombre”».

Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.