Era el primer día del Ramadán del año pasado cuando el ISIS proclamaba el califato. El viernes siguiente, Al-Baghdadi aparecía públicamente en la gran mezquita de Mosul y en los meses siguientes tenía lugar la caza a los cristianos de los pueblos de la llanura de Nínive, la masacre de los yazidís y la expansión yihadista por Irak y Siria. Una coincidencia ha querido que justo el primer viernes del Ramadán, por tanto exactamente un año después (según el calendario islámico) de la primera aparición pública del «nuevo califa», yo pudiera hacer una breve visita a los campos de refugiados instalados en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, invitado por los patriarcas libanés, Bechara Raï, e iraquí, Louis Sako.
Los sentimientos entre los sacerdotes y los trabajadores oscilaban entre la rabia y la exasperación. Las prioridades de la guerra se habían desplazado y la reconquista de Mosul y de la llanura de Nínive se posterga sin fecha definida. Entre tanto, son 125.000 los refugiados cristianos en el Kurdistán –solo una parte del lacerado pueblo de los desplazados– y aunque algún progreso se ha hecho, como la reducción de los campos de 26 a 7, las condiciones de vida allí siguen siendo trágicas, sobre todo con la llegada del calor estival. Pero sobre todo faltan perspectivas de futuro.
Los encuentros que he tenido en Erbil han sido literalmente un puñetazo en el estómago. Ningún mapa geográfico, ningún análisis geopolítico puede compararse con el testimonio de las víctimas. Es imposible eludir su insistente pregunta: ¿qué estáis haciendo por nosotros?
Me parece que el primer nivel de la respuesta debe ser el humanitario. Se han realizado grandes esfuerzos, pero la necesidad que hay es enorme. Por eso es necesario un ímpetu de solidaridad aún mayor. ¡No permitamos que quede nadie en los campos! Se deben instalar escuelas para que los niños y jóvenes no pasen sus jornadas ociosos. Hay que devolverles a los refugiados lugares de socialización y ocupación.
Existe un segundo nivel de la cuestión. Muchos querrían volver a sus pueblos, hoy controlados por el Isis, pero siendo realistas eso no es posible sin una intervención militar. En este caso, debería valer el principio de injerencia humanitaria, de protección de las víctimas e incluso de sus verdugos, porque, como ha señalado el Papa Francisco, «detener al agresor injusto es un derecho de la humanidad, pero también es un derecho del agresor ser detenido para no hacer el mal». Como reclamaba el patriarca Sako, esta intervención, bajo el guía de la ONU, debería apoyarse sobre fuerzas locales, superando el estancamiento de una coalición internacional que no termina de tomar decisiones firmes.
También es importante el nivel político. Al discutir la estructura futura de Oriente Medio, muchos subrayan la necesidad de salir del discurso de la protección de las minorías para entrar decididamente en el camino de la ciudadanía y de los derechos para todos.
La causa no es solo cristiana, sino de todos los que llevan en el corazón un Oriente Medio moderno y pacificado. Por eso, será también fundamental un trabajo educativo que llevará años para erradicar, como decía el patriarca Sako, los gérmenes del yihadismo desde su origen.
Dimensión humanitaria, militar, política, educativa: Irak y su vecina Siria, donde se está consumando el martirio de Alepo –la nueva Sarajevo–, necesitan una acción coordinada a todos los niveles, comprometida y complicada. Pero se impone una certeza ante la Europa que se repliega sobre sí misma: hay que salir del narcisismo miope enjaulado entre cálculos normalmente vacíos. Hay que actuar, y actuar rápido, sencillamente porque no es aceptable que aún hoy cientos de miles de personas sean obligadas a huir de sus casas o mueran asesinadas por razones religiosas. Esto debería bastar para suscitar un compromiso digno de la mejor historia de nuestro continente.
Angelo Scola / Páginas Digital