A lo largo de los meses de julio y agosto la mayoría de nuestros pueblos celebran sus fiestas patronales. Es curioso constatar que más de cien parroquias de nuestra diócesis tienen como titular a la Santísima Virgen en una variada y rica gama de advocaciones y, más en concreto, que treinta y cuatro de ellas celebran la Asunción de María, el 15 de agosto. No es de extrañar que, desde Valvanera hasta el Burgo, pasando por La Vega y el Carmen y la Esperanza, se pueda decir que nuestra tierra es de verdad «tierra de María».
No cabe duda de que la mayoría de las fiestas populares tienen su origen y arraigo en las celebraciones religiosas. Estas, juntamente con la literatura, la pintura, la escultura y la música, sin olvidar la arquitectura –lo que llamaríamos nuestro patrimonio– han hecho posible la existencia de una cultura, nuestra cultura, que es innegablemente cristiana, y que ha llegado hasta nuestros días con todos los matices lingüísticos, geográficos e históricos que se quieran aportar. Y todo ello, ¿por qué? Porque en el momento que los pueblos entraron en contacto con el cristianismo, tomaron conciencia del significado, de la verdad, que hay detrás de cada conmemoración. Se refiera ésta a Dios, a Jesucristo, a la Virgen o a los santos.
Ciertamente, la «piedad popular», de la que se ocupó el Concilio Vaticano II y otros muchos documentos eclesiales, es «el modo peculiar que tiene el pueblo, es decir, la gente sencilla, de vivir y expresar su relación con Dios, con la Santísima Virgen y con los santos», tal como lo expresó la Comisión Episcopal de Liturgia en «Evangelización y renovación de la piedad Popular», de 1987. Es obvio que todas las manifestaciones de la piedad popular tienen unos elementos en común, que siempre se repiten y que se han viniendo transmitiendo a lo largo de los siglos hasta nuestros días. Y son los siguientes:
1.- las personas concretas, objeto de culto, que no son para el pueblo ideas abstractas, Dios, Jesús, María y toda una pléyade de santos, muchos de ellos extremadamente populares;
2.- unos tiempos muy concretos, perfectamente fijados en la memoria del pueblo: fiestas señaladas del año en su calendario particular;
3.- lugares muy concretos dedicados, única y exclusivamente al culto, como son las iglesias, las ermitas, los santuarios;
4.- otros signos y símbolos de devoción que fundamentan los tres anteriores y los potencian, desde las novenas hasta las cofradías.
Bien es cierto que la Iglesia, como Madre y Maestra, siempre ha tenido buen cuidado en rectificar y en purificar, si ha sido preciso, el genuino sentido religioso que debe impregnar la piedad popular y, en consecuencia, las celebraciones y fiestas religiosas. Por supuesto que la Iglesia ha apreciado y valorado la vertiente lúdica y de descanso que conllevan las fiestas de nuestros pueblos; pero, como es lógico, lo que busca es que esas manifestaciones del pueblo cristiano hagan progresar a los creyentes en el conocimiento y en el amor a Dios y al prójimo. A todos se nos alcanza que la religiosidad popular, y en concreto las fiestas que se celebran en torno a ella, es susceptible de logros humanos y evangelizadores, pero también de riesgos y tergiversaciones. Entre estas últimas quiero destacar algo que sucede hoy y que cada vez va a más: el darle más importancia a lo cultural en detrimento de lo eclesial y religioso.
Lanzo las siguientes preguntas sobre las que volveré en mi escrito de la próxima semana:
¿Por qué se confunden las fiestas religiosas añadiéndoles elementos totalmente ajenos que las privan de su origen y de su ser? Y no estoy pensando sólo en la Navidad y en las fiestas de invierno o en Reyes y el árbol y el reno.
¿Estamos promoviendo la cultura popular, la nuestra, de hondo sentido religioso, o vamos en su contra por motivos ideológicos y estructurales, vaciándola de contenido religioso?
Con mi afecto y bendición.