Si hubiéramos tenido que escribir un artículo sobre espiritualidad en tiempo de una de las epidemias que en el pasado asolaban Europa, como la peste que se abatió sobre Milán en 1630, habríamos sin duda recurrido al libro que escribió el cardenal Federico Borromeo, arzobispo de Milán, De pestilentia (1630). En él, el sobrino de san Carlos Borromeo ve la epidemia como una llamada de Dios a la conversión de su pueblo, y propone prácticas y remedios espirituales adecuados; en primer lugar, la solemne oración de intercesión en forma de procesión, que conocemos como rogativas.
Hoy las condiciones son diferentes, aunque no la angustia y el miedo que acompañan siempre a una epidemia. Distintas son también las medidas empleadas para combatir la difusión del contagio, comenzando por el distanciamiento social, que habría hecho imposible la multitudinaria procesión organizada por el cardenal Borromeo en Milán, y que trágicamente multiplicó el contagio. Tiempos nuevos y sensibilidades diferentes requieren respuestas adecuadas, aunque en el fondo resuene siempre el mismo mensaje de Jesús: «¡Vigilad, porque no sabéis ni el día ni la hora!», «Tened fe: Yo he vencido al mundo».
La actual pandemia, tan igual y tan diversa de otras que ha conocido la humanidad, tiene un carácter apocalíptico, es decir, revelador. Ha puesto de manifiesto, agrandándolas y exagerándolas, tendencias que latían ya en la sociedad. En primer lugar, la soledad y el aislamiento, rasgos típicos de las megalópolis donde viven millones de seres humanos, que el confinamiento impuesto en todo el mundo no ha hecho sino agudizar. También ha impedido a los fieles participar en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y en la confesión. Ha hecho imposible celebrar matrimonios, confirmaciones y, en muchos casos, llevar la unción a los enfermos. Ha anulado la vida ordinaria de nuestras parroquias y grupos: catequesis, encuentros, reuniones se han suspendido. Lo digital ha ocupado todo el espacio, desde el teletrabajo a la didáctica a distancia, pasando por cumpleaños y fiestas familiares, y hasta la misma vida de fe ha tenido también que migrar al mundo digital y durante dos meses hemos vivido la celebración de los misterios a través de internet o en televisión.
Pero esto no significa que la vida espiritual desaparezca durante el encierro y la pandemia. En cierto sentido, la soledad y el aislamiento propician una búsqueda espiritual, o al menos crean ciertas condiciones que, aprovechadas inteligentemente, pueden permitir una nueva búsqueda de Dios. Liberados de estímulos exteriores, la pandemia nos ha impuesto una especie de dieta para el alma y de repente nos hemos encontrado con más tiempo para dedicar a la lectura, a la introspección, a la meditación. Es un dato que durante la pandemia ha crecido enormemente la difusión de prácticas de meditación inspiradas en tradiciones religiosas orientales. Estas responden a una necesidad profunda del corazón del hombre: sed de equilibrio, de serenidad, de luz, búsqueda de una plenitud que en el fondo solo se apaga totalmente en Dios. En este sentido son, a la vez, un síntoma y la respuesta equivocada de la búsqueda de Dios.
Aquí se abre para el cristiano, paradójicamente, una veta escondida, para descubrir la vida interior de la mano de los grandes maestros espirituales y acompañado de un guía experto. Quizá, por un tiempo, no podamos participar en la Eucaristía, o solo limitadamente. Pero podemos siempre «entrar en el propio cuarto, cerrar la puerta y orar al Padre, que está en lo secreto» (Mt 6, 6). San Agustín invitaba a no ir fuera, sino a buscar dentro de nosotros con su «noli foras ire, in te ipsum redde!». Santa Teresa de Jesús hablaba de entrar en el «retrete del alma», y san Juan de la Cruz canta la «interior bodega» del amado, y «las subidas cavernas de la roca». Él mismo enseña a las carmelitas a hacer como las ranas cuando se esconden en el fondo del estanque: zambullirse en Dios que es hondo y centro, escondiéndose en él. San Juan Pablo II tenía esta capacidad increíble de sumergirse dentro de sí mismo aun en medio de las multitudes para buscar a Dios y no dejarse arrollar por el estruendo exterior.
Este tiempo de retiro impuesto podría ser la ocasión para redescubrir la importancia de la vida interior, para crear tiempos y espacios de oración dentro de nuestra jornada y de nuestras casas. Un pequeño rincón de oración, con alguna imagen sagrada que ayude a contemplar, un lugar limpio, cuidado e íntimo, para «entrar en la espesura» y buscar a Dios, orar por nuestros hermanos, meditar la Escritura y poner en práctica la advertencia de Jesús: «Velad y orad».