Escribo este artículo cuando se cumple un año de la muerte de mi abuelo. Habría querido que el texto versara sobre otro asunto —la relación entre la virtud y la alegría, por ejemplo, o la necesidad de arraigo en un mundo cada vez más tornadizo, quizá—, pero uno está fatalmente abocado a escribir sobre las inquietudes, anhelos, temores, esperanzas que habitan su corazón. Hoy solo puedo hablar de mi abuelo porque, en caso de no hacerlo, mi voz sonaría impostada, casi fraudulenta, en nada diferente a la del ventrílocuo que quiere ganar unas perras haciendo imitaciones y bufonadas que diviertan a sus seguidores.
Sin embargo, alguien podría objetar que mi abuelo solo nos interesa a mi familia y a mí y que yo, si quisiera cumplir mi obligación con los lectores, debería escribir sobre un tema más general, uno que nos concerniese a todos. Entiendo los reparos, cómo no, pero parto de la premisa de que los hombres somos más semejantes que distintos entre nosotros, de que nuestra vida está atravesada por una sucesión de experiencias comunes y de que, en consecuencia, lo más particular es también lo más universal. Escribir sobre uno mismo es el único modo de escribir para los demás. Todos, por desgracia, hemos perdido a alguna persona importante y a todos, quiero pensar, nos ha dolido su pérdida. Todos hemos maldecido nuestra suerte y nos hemos preguntado por qué él y no otro, y por qué ahora y no después, y por qué de accidente y no de cáncer. Todos nos hemos sublevado contra la sañuda, crudelísima, arbitrariedad de la muerte, que secuestra a los justos y se apiada de los injustos, que desgarra almas y degüella amistades.
Sospecho también que todos los hombres han vivido lo que yo desde hace un año. Que todos han constatado que la vida sin alguien importante es menos una vida que una condena. Desde que la muerte salió de su escondrijo, cuanto me ocurre acaba en lamento: lo peor, por descontado, pero también lo mejor. Cada desgracia está exacerbada por la tragedia de que él ya no pueda rescatarme de las sombras. Cada acontecimiento feliz está oscurecido por la desdicha de que él no pueda brindar conmigo. Advenida la muerte, los éxitos son solo brumosos y los fracasos abrasadoramente rotundos. El éxito es un fracaso travestido porque qué sentido tiene si él no está. El fracaso es siempre absoluto porque él ya no puede consolarme.
He sentenciado que Chus ya no está, que los muertos ya no están, y quizá debería ahora matizar mis palabras. «Te fuiste, pero qué manera de quedarte», dice Miguel d’Ors en uno de sus poemas. Con el tiempo he caído en la cuenta de que la ausencia no es una simple ausencia, sino la forma macabra que de vez en cuando adopta la presencia. No es que el ausente no esté, sino que está de un modo distinto: inmaterial y misteriosamente ubicuo. Cuando Chus murió, la realidad devino en signo suyo y lo ha seguido siendo hasta hoy. El viento arrastra su voz, entreveo su rostro en las fachadas. Todo me habla de él. El bar, la plaza, la peluquería —¡cuántas vivencias acumuladas en esos lugares!— existen fundamentalmente para recordarme que él estuvo y ya no está, pero que aun no estando está de manera más real, más poderosa, que cualquiera de nosotros.
Con todo, eso no nos basta. Quien está de luto desdeña esa presencia inmaterial y etérea. Quiere que el muerto esté como estaba antes: en carne mortal, con sus ojos, su nariz y su boca. Quiere que le escuche y le responda, que lo elogie cuando el éxito y que lo abrace cuando al fracaso. Quiere, al menos, ¡no es tanto pedir!, algo así como una comunicación: saber que vela por él en lo invisible y poder agradecérselo.
Qué misteriosa es nuestra relación con los muertos. Quizá hayamos de rebajar nuestras expectativas —o elevarlas, según se mire— y pedirle a Dios la gracia de una comunión cada vez más estrecha con ellos. Lo suficientemente estrecha para que su ausencia, que es presencia, ya no sea macabra, sino feliz. Lo suficientemente estrecha para que escuchemos una respuesta cuando solo parezca haber silencio y sintamos un abrazo cuando solo parezca haber vacío. Lo suficientemente estrecha para que, alejadas de nosotros la melancolía y la nostalgia, vivamos con la alegre esperanza de un reencuentro en la tierra que mana leche y miel.