Se acerca el calor y, con él, el engañoso recuerdo de aquellos veranos interminables de la infancia. Estos días tan largos, en los que el sol todavía es más alegre que abrasador, nos traen la promesa de tardes eternas y la ilusión de un tiempo que avanza a cámara lenta, contribuyendo a la ficción de que este verano será, por fin, nuestro verano. El verano en el que se detendrá el reloj y nos leeremos Los ensayos de Montaigne, por ejemplo, un libro que alguien decía «escrito para el invierno, cuando los pájaros han volado al sur y la chimenea está bien provista de leña y los campos duermen bajo una pesada manta de nieve». Que es lo mismo que decir que se escribió para el estío, cuando la temperatura es tan sofocante que no podemos hacer más que leer al borde de una piscina, bajo un ventilador o a la sombra de una higuera mientras el calor lo desdibuja todo a nuestro alrededor, y logramos —¡al fin!— pasar una página tras otra con total abandono y ningún cargo de conciencia.
Pero estamos en buena compañía. Javier Marías viajaba con más libros de la cuenta con la esperanza de ponerse al día y dedicarle horas a la lectura, víctima del mismo recuerdo de veranos infinitos, y cada vez se llevaba el mismo chasco. Y si se lo llevaba él, que no tenía ni teléfono inteligente ni portátil, y por tanto vivía con la concentración intacta, ¿qué podemos hacer nosotros, meros mortales, esclavos de la distracción y con la capacidad de atención de un pececillo de colores?
Yo diría que todas las opciones pasan por un mismo camino: meter el móvil en un cubo de agua. Sorteado el principal escollo, solo nos queda escoger bien la lectura, para lo que yo propondría seguir el camino de Marías y llenar la maleta hasta arriba, porque bien sabe el lector que es muy posible no encontrar qué leer aunque no nos quepa un ejemplar más en casa. A mí este verano se me antojan Los ensayos, como decía más arriba, pero sé que una policíaca clásica —como Demasiados coches fúnebres, de Edmund Crispin, que publica Impedimenta esta misma semana— me haría igualmente feliz. Y me daría por más que satisfecha si cayera en mis manos La lista de los siete, de Mark Frost —que yo no sabía que es el creador de Twin Peaks, pero me basta con eso para darle una oportunidad—, una novela victoriana moderna en la que el protagonista no es otro que Arthur Conan Doyle, y que también acaba de publicar Impedimenta.
Este espejismo del verano, el del tiempo que se para, es el mismo que se forma cuando abrimos una novela y nos engancha. Así que a falta de vacaciones eternas les deseo unas sin demasiadas interrupciones, con una variopinta pila de libros sobre la que dejarse caer.