Épica batalla por la Verdad - Alfa y Omega

Épica batalla por la Verdad

Al ser elegido sucesor de Pedro, el 19 de abril de 2005, el cardenal Ratzinger, «con voluntad de obediencia, aceptó -dice aquí el Vicepresidente de la International Religious Liberty Association-, pero en no pocas ocasiones dio a entender luego que su amor a la Iglesia le llevaría a servirla mientras su servicio pudiese resultar útil», y ¡claro que «resultó útil»!

Alberto de la Hera
El cardenal Medina Estévez, de Chile, impone el palio al nuevo obispo de Roma, en la Misa de inicio de su pontificado
El cardenal Medina Estévez, de Chile, impone el palio al nuevo obispo de Roma, en la Misa de inicio de su pontificado.

Cuando el cardenal Ratzinger se encontró, en abril del año 2005, con una llamada del Espiritu Santo para que fuese Pedro, no era ése su proyecto de vida. Ya había anunciado que, al fallecer el Papa Juan Pablo II, con el que llevaba tanto tiempo colaborando de modo directo en el gobierno de la Iglesia, él se retiraría -ya con setenta y ocho años- a la que había sido desde siempre su vocación profesional, su trabajo como estudioso de la teología, como investigador y como escritor

Para el cardenal Ratzinger, retirarse era una idea razonable y lógica, en un hombre que, desde los cincuenta años, había tenido que abandonar sus tareas científicas y universitarias para convertirse, primero en arzobispo de Munich, y luego en Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Tenía derecho y esperanza para regresar a sus orígenes. Pero el Espíritu le llamó al pontificado. Con voluntad de obediencia aceptó, pero en no pocas ocasiones dio a entender luego que su amor a la Iglesia le llevaría a servirla mientras su servicio pudiese resultar útil. Y resultó útil, y se cumplieron a su través los planes de Dios para dirigir la Iglesia en uno de los momentos más difíciles de su historia.

¿En qué radicaba esa dificultad? Comencemos por las causas externas. Durante siglos, las religiones se habían venido enfrentando unas con otras. Era el clima de un mundo universalmente creyente, en el que cada Credo consideraba lógicamente ser el poseedor de la verdad eterna. Pero, desde hace no mucho tiempo, el mundo ha dejado de poseer esa universalidad en la fe. La explosión del ateismo, del materialismo, del relativismo, de la pérdida del sentido sobrenatural de la vida humana, proviene de hace no mucho tiempo, y ha cobrado una fuerza inusitada en los años más recientes. Hoy la Humanidad no está dividida en religiones y religiones, sino en creyentes y no creyentes. Y la división no es baladí: si la pertenencia de los hombres a alguna de las varias confesiones religiosas les unía a todos en el sentido sobrenatural de la vida, proveniente de Dios y a Dios orientada, la presencia de creyentes y no creyentes supone concebir la vida de dos modos radicalmente diferentes, que lo condicionan todo: o hay una moral y una vocación de eternidad, o no hay moral y sí vocación de materia, de vida puramente animal que tiene que ser exprimida en el egoísmo de lo definitivamente perecedero.

Esto ha unido a todas las religiones del mundo en la defensa en común de los valores sobrenaturales. Y aquí Benedicto XVI ha asumido un decidido protagonismo, que en mil gestos y manifestaciones han venido a reconocer muchísimos líderes religiosos y civiles, y la mayor parte de los hombres, para apoyarle o para contradecirle. Este Papa ha sido hasta hoy, durante ocho años, la voz universal de la Fe. Al llamarle al papado, Dios contaba con la persona idónea: dotado de una profunda formación teológica, conocedor como nadie de los problemas que el relativismo y el materialismo entrañan, Joseph Ratzinger ha sido una palabra incansable y un maestro insustituible. Su batalla en pro de la Verdad ha sido épica, y le debemos su seguridad -que a todos los creyentes nos mantiene alerta- en que las puertas del infierno no prevalecerán.

Según el modelo de Jesús

Si ahora miramos al interior de la Iglesia, los problemas han sido también notorios, y los ha afrontado, sin dudarlo, con el látigo de Cristo para limpiar el templo en una mano y la caridad de Cristo para perdonar al pecador en la otra. Un solo ejemplo: el modo en que ha hecho frente al tema de la pederastia. No lo ha disimulado, no lo ha ocultado. Lo ha sacado a la luz, lo ha condenado, ha castigado, ha apartado, ha destituido, ha condonado, ha perdonado, lo necesario para cada caso concreto, sin miedo ni a la luz ni a la responsabilidad. Y otro tanto ha hecho cuando una institución religiosa se ha apartado de la rectitud, o cuando los intereses temporales han intentado ahogar a los espirituales. Son varios los hechos comprobados –el humo del infierno ha entrado en la Iglesia, dijo ya Pablo VI-, y en todos ellos el Papa Benedicto ha mostrado claridad, fortaleza, caridad y justicia. Así lo hizo Cristo cuando le negó Pedro, o cuando Tomás no quiso creer en la Resurrección: al uno le preguntó hasta qué punto le amaba, al otro le pidió que fuera fiel. Y condenó, corrigió, perdonó. Como está haciendo hoy Su Vicario en la tierra.

Junto a todo esto, las anécdotas relativas a un mayordomo infiel o a unas discusiones en el seno de la Curia romana son eso, solamente anécdotas. La Iglesia la gobiernan hombres rodeados de hombres, y entre los hombres hay siempre debilidades y traiciones. A Benedicto XVI esto no le ha agobiado. Le bastaba en cada caso, cuando fuese necesario, cambiar a una persona o desplazar a otra. Eso es ordinaria administración. Y justo porque son pequeñeces que pueden oler mal, en ellas nos fijamos más que en los grandes hechos que pueden desviar la Historia. También es ello propio de nosotros, más atentos a lo que podemos ver de una sola ojeada que a lo que exige grandeza de miras y reflexión honda. Pero es esto último, el servicio a la Iglesia con ejemplaridad y amor según el modelo de Jesús, lo que ha hecho grande el pontificado de Benedicto XVI.