¿Cómo puede un género fascinar a una generación tras otra, sin apenas variar su fórmula? ¿Por qué nos enganchan las series policíacas? No solamente las excelsas, también las medianías. Una serie de fantasía debe ser excelente para engancharnos, pero no parecemos tener el mismo rasero para las policíacas… basta con cuatro o cinco ingredientes bien puestos. Es la tortilla de patatas de las series, el pincho que nos entra de maravilla en cualquier circunstancia. Creo que es un gusto que entronca con nuestra psique profunda, con esa mezcla de fascinación y repulsión por el mal, combinada con la curiosidad insalvable por saber quién lo hizo.
Endeavour no es un pincho de tortilla recalentado. Es esa tortilla clásica, cuajada, sin estridencias ni grandes riesgos, pero que sabe a las mejores series policíacas que nos engancharon viendo la televisión con nuestros padres. Es la encarnación del clasicismo en las series del género con los medios de hoy. Episodios de una hora, densos, cocinados a fuego lento; un caso por capítulo, como manda el canon clásico, como era habitual antes de True Detective. Los casos transpiran Agatha Christie, saben a cerveza de pub, huelen a tabaco de pipa. Y suenan… ¡ay, cómo suenan! A los vinilos de ópera que escucha Endeavour Morse compulsivamente, en su cuchitril del Oxford de los años 60. Esta serie logra transportarte a un mundo que ya no existe, pero que misteriosamente nos resulta familiar. Y la culpa la tiene una dupla protagonista que podrían ser nuestro padre y nuestro abuelo cuando eran jóvenes. El comandante veterano, duro, riguroso, y el joven genial, atormentado, que busca su lugar en el mundo. Esa pareja es oro de kilates y el principal motivo por el que seguimos viendo una serie capítulo tras capítulo, pese a ser capaces de sospechar muy pronto cómo se va a resolver cada caso. Será por la belleza de la música, por la belleza de un mundo perdido, por la nostalgia de las series policíacas de nuestra infancia.