El pasado fin de semana, en el marco del Año Santo de san Isidro, estuve con el Papa Francisco acompañado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso; la delegada del Gobierno en Madrid, Mercedes González, y el alcalde de la capital, José Luis Martínez-Almeida. Fue una gracia estar juntos allí y escuchar, de boca del Sucesor de Pedro, una invitación a sumar esfuerzos por el bien común, una llamada a trabajar por las personas, especialmente las más vulnerables.
En nuestra gran ciudad, en la que hay hombres y mujeres, jóvenes y niños, familias enteras, procedentes de tantos lugares, ¿somos capaces de reconocer el valor trascendente de cada persona?, ¿o acaso no lo hacemos y así emergen la discriminación, la pobreza o la violencia? Como recordaba Manos Unidas en su reciente Campaña contra el Hambre, Frenar la desigualdad está en tus manos. Hemos de experimentar una conversión de corazón que nos lleve a ver al otro como un hermano y así a velar juntos por el desarrollo de todos.
Las situaciones que viven tantas personas en el mundo, de hambre, de desigualdades de todo tipo, de guerras y enfrentamientos, ¿son provocadas por nosotros mismos? ¿Son fruto de las carencias de la organización social, de la rigidez de estructuras económicas que están destinadas únicamente al lucro, de prácticas reales contra la vida humana, de sistemas que reducen a la persona y la privan de su dignidad fundamental? Estamos invitados todos al diálogo, sin escamotear estas situaciones en las que se encuentran tantas personas. El diálogo es un medio eficaz para abordar el bien común y crear condiciones más humanas. ¿Qué podemos hacer entre todos para contribuir a construir la verdadera paz?
Para frenar la desigualdad y acabar con numerosas injusticias, me atrevo a hacer esta recomendación: coloquemos en un lugar de referencia a la persona humana y pongamos todo lo demás —los aspectos técnicos y socioeconómicos, etc.— al servicio de esta. Comprobemos si estamos considerando a la persona como protagonista y si de verdad está en un lugar central. Si es así, entonces estaremos en la mejor dirección. ¿Por qué? Hoy, más que en ningún otro momento, ante las crisis recurrentes, ante la búsqueda de intereses personales, tengamos el convencimiento de que, para combatir todo lo inhumano, es necesario considerar a la persona como protagonista. Todos debemos prestar atención a las personas más débiles, ya que sin esta solidaridad no conseguiremos la armonía y la paz entre los pueblos. Y todos podemos hacer algo, estemos donde estemos, como la persona sin hogar que encontré frente a mi casa y que, al ir a darle algo, me dijo: «Déselo a este otro que está peor que yo».
Insisto en que hemos de preocuparnos por la dignidad de cada uno de nuestros hermanos. A quienes celebramos la Eucaristía y nos alimentamos de la misma, el Señor nos apremia y nos pide que estemos atentos a las situaciones que viven tantas personas en distintas partes del mundo. Los cristianos hemos vivido desde el principio ese «compartir los bienes». San Pablo VI, en la encíclica Populorum progressio, nos decía: «Se trata de construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, religión, o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico» (n. 47). Vamos a hacerlo, ¡merece la pena!