En la Navidad del Año de la fe. Cuentecillo de la burra y el buey - Alfa y Omega

En la Navidad del Año de la fe. Cuentecillo de la burra y el buey

Anochecía en Belén. Hacía un frío de mil pares de demonios. Neviscaba y la ventisca molesta y persistente mantenía a la gente recogida en casa. El buey dormitaba plácidamente en el establo, sobre el heno tibio, desde hacía un buen rato, en su rincón

Miguel Ángel Velasco
Natividad (detalle del Niño Jesús), de Pisano. Púlpito de la catedral de Siena (siglo XIII).

De pronto un hilo de luz se coló en la gruta y entraron los dos: primero él y detrás, la muchacha que venía en la burra. Él era un hombretón. Chisporroteaba la antorcha de tea en una de sus manos; con la otra, a duras penas ayudó a descabalgar y a sostener a la chica. Le preparó un lecho de paja bien seca y mullida e hizo que se recostara junto al pesebre. Apenas hablaban, con su acento galileo; ella casi ni podía. Él no salía de su asombro, no entendía que en la posada no le hubieran hecho un sitio a la muchacha que iba a dar a luz…

Pero ¿cómo es posible?, rebuznó la burra. ¿La gente ya no tiene corazón?

La gente…, mugió el buey; la gente ya no sabe ni lo que hace; ¿de qué te extrañas?

Y entonces ocurrió: estaba el hombre poniendo a calentar el agua del cántaro del establo en la lumbre que había encendido, cuando ocurrió. Nació el niño. Sólo se oía la respiración entrecortada de la madre, el crepitar del fuego, el gorgoteo del agua al hervir. Apenas un gemido de la muchacha en medio del silencio atónito y nervioso del hombretón. Limpiaron al recién nacido y lo envolvieron en unos pañales que él sacó de las alforjas. Aún mantenían el calor del animal.

El buey salió de su rincón y se acercó al pesebre. La burra se acercó también. La criatura, al sentir el aliento calentito de los dos animales, dejó de llorar. La burra y el buey abrieron unos ojos como estrellas ante el niño de la cueva, paupérrima, pero al reparo de la ventisca. Así estuvieron sonriendo un rato largo el hombretón y la joven madre. En silencio feliz. Él tenía las manos de la muchacha en las suyas y no podía decir palabra. Enseguida llegaron unos pastores asombrados; traían leche de cabra y pan y miel; y la mujer del posadero vino, avergonzada, con un caldo de gallina caliente para la parturienta. Y todos traían más antorchas de tea. Y había más luz, mucha más luz en la gruta. ¡Qué cosas más raras, qué claridad en plena noche!

El arcángel Gabriel, experto en seres humanos, recibido el encargo de Dios y la Buena Noticia, podía haberles preparado un sitio mejor, pero él sabía muy bien lo que de verdad le gusta a Nuestro Señor. La muchacha virgen le reconoció en aquel pastor, aunque vestía de modo tan diverso a como nueve meses antes en Nazaret. El hombretón también lo reconoció: era el que se le había aparecido en sueños asegurándole que lo de su esposa era cosa del Altísimo. Se oyeron melodías inauditas, un guirigay de ángeles. Una gran estrella llevaba horas sobre la gruta. Y la burra no lo pudo evitar:

Y pensar que sin mí no habrían podido ni llegar. ¡Qué carga tan preciosa!

No sé por qué tengo la impresión, mugió el buey, de que tú y yo vamos a ser famosos, a partir de ahora.

No importaba ya ni la ventisca, ni el relente; había amanecido definitivamente en Belén.

* * * * * * *

Claudio y Livio son dos soldados de la guarnición romana en Jerusalén, destacados en Belén por la murga esa del censo que ha ordenado el César. Tanto ajetreo por las grutas de las afueras de Belén les mosquea. Van a ver, y nada: total, un recién nacido, un parto de emergencia en un establo.

Si es que ya te digo, Claudio; a estos paletos cualquier cosa les llama la atención. Aquí, en provincias del Imperio, nunca pasa nada…

* * * * * * *

La estrella seguía allá arriba, tercamente. El buey rumiaba que ningún pesebre está completo sin el buey y la burra. Y la burra soñaba –porque los burros también sueñan–, soñaba en un camino largo, con una carga todavía más preciosa, camino de Egipto… y, sobre todo, con una jornada gloriosa en Jerusalén, con la gente arrancando ramos de los árboles y echándolas, con júbilo, al paso de aquel niño, de aquel Dios de la cueva…