En estado puro - Alfa y Omega

La gente se extraña cuando digo que me parece el paisaje de un belén. Francamente, no sé qué recuerdo enciende en mí la luz anaranjada de la última hora del día, todavía iluminando el campo de bananas. La tierra arada, esperando a esa lluvia que no suele venir. Las palmeras, tan altas y delgadas en su contoneo. Los diferentes senderos de tierra, el cauce del río con su hilito de agua, las cabras, las ovejas, las personas y sus burros, la ladera del monte sembrada de casas de adobe…

He descrito un paisaje rural, lo sé. Y, quizás, cualquier persona que haya estado más en contacto con el campo piense que, entonces, cualquier sitio puede ser un belén. Puede que no les falte razón. Pero supongo que no es solo el decorado, sino que hay otra realidad que conecta con esto de vivirme en un belén: los pastores. Esa gente de la periferia, excluida, marginada. Esos que velaban por turnos el rebaño. Esos a los que se les anunció primero, o que eran los que estaban esperando un anuncio.

Cada 24 de diciembre aquí me pasa esto. Me siento afortunada por estar entre pastores. Noche cerrada, sin millones de alternativas que hablan de tiempo de fiesta pero que, sin embargo, a veces distraen de lo esencial. Unas cuantas personas que esperan, a los que se anuncia una Buena Noticia: «Nos ha nacido un Salvador». Me emociona ver a todas las mujeres mayores, pañuelos en cabeza. A los niños que acuden en tropel. Y cantar «gloria a Dios en el cielo» bien fuerte, como harían aquellos en Belén.

Bendita la suerte de estar entre quienes tienen todo que esperar. Bendito Dios por venir. Bendita Navidad en estado puro.