Puede ser que la tristeza vuelva a invadirme en ese modo suyo que impide levantar el vuelo. Puede ser, y no me extrañaría, porque la miseria, el dolor, la pobreza, la enfermedad, la injusticia y la muerte, cuando las miras de frente día a día, se meten bien dentro.
Pero hoy habla la esperanza. La esperanza que me ha alcanzado y que, junto con lo otro, también me permite ver oportunidad, horizonte y promesa en la realidad. Estamos en Adviento. Y desde luego, aquí se hace patente. Es tiempo de espera. A la vez una espera bonita, esa que nos regala la mirada de fe a lo que acontece. Pero también una espera urgente. Necesitamos un cambio, necesitamos que todo el horror, la violencia y el hambre que vive tanta gente acabe. Necesitamos la llegada del Príncipe de la paz que transforme los corazones, que traiga la libertad y la vida. Ahí me muevo. Es como el otro día, cuando visitábamos un proyecto de agua que, entre mucha buena gente, estamos sacando adelante. Meses de trabajo en los que poco a poco, cruzando incluso por la ladera una montaña, van avanzando con kilómetros de tubería. El agua ya ha llegado a algunos de los pueblos. Y después de tantos años caminando durante horas para llegar a llenar una garrafa en medio de un desierto, les cuesta creer que ahí, tan cerca de su casa, se haya dado el milagro. Mientras, en otros esperan, a la vez incrédulos e impacientes. La vida, en el agua, ¡está tan cerca!
Se puede volar sin levantar un palmo del suelo. Se puede vivir traspasado por la esperanza. Y esto es un don que me regala Dios a través de esta gente. Su capacidad de seguir adelante, de levantarse y continuar apostando por la vida, el buen humor y su inmensa fe. Ellos son mis maestros del Adviento. Ellos son los que me enseñan que sigamos en la espera activa de este Dios que se hace con-nosotros, que le importamos demasiado, que si le dejamos nos desborda con su modo de hacerse presente ya.