Es grande el teatro, el teatro con mayúsculas. Muy grande. En un escenario se dan cita dos mujeres con el público. Desnudan sus vidas, sus anhelos, sus alegrías, sus carencias, sus defectos… Y los espectadores, poco a poco, nos vamos involucrando en lo que acontece sobre las tablas, hasta que llega un momento en el que tenemos la sensación de que somos nosotros los protagonistas de la historia. Que cuando reflexionan sobre la felicidad, es de nuestra felicidad de la que están hablando; cuando nos expresan sus miedos, son los nuestros los que están expuestos sobre el escenario; cuando miran con nostalgia al pasado, son nuestros recuerdos los que reviven.
Hay una palabra que marca la diferencia cuando nos referimos al acontecimiento teatral: sinceridad. Cuando dos actrices se implican hasta los tuétanos en un espectáculo, cuando se dejan un trozo de su vida en cada frase, en cada gesto, cuando se ofrecen tal y como son ante el público y nos entregan una obra creada a partir de la introspección, fruto del asomarse a lo más hondo de sí mismas para extraer lo mejor y lo peor de cada una de ellas y ofrecerlo luego generosamente al público, cuando se da todo eso, el teatro alcanza su dimensión más genuina. Y al salir de la sala, el espectador no se hace preguntas sobre la obra, sino sobre su vida. Y no está tan preocupado de rememorar este o aquel momento de la representación, sino de indagar en su interior y poner en orden todo aquello que la obra ha removido. Porque el buen teatro nos alegra, nos emociona, nos conmueve. Pero el teatro con mayúsculas nos transforma.
Y si ese proceso se hace con naturalidad, con sentido del humor, con frescura, sin ostentación, sin estridencias, sin pretenciosidad, entonces el resultado es doblemente admirable. Ella tampoco consigue todo esto gracias a dos mujeres: Mercedes Bernal y Laura Godoy (Teatro Anura). Ellas son la obra. Las autoras, las directoras, las actrices, las escenógrafas. Ellas, en un proceso creativo arriesgado, han ideado una dramaturgia vanguardista, que no abstracta, para desarrollar una idea inicial hermosa: reflexionar sobre la felicidad a partir de las sugerencias ofrecidas por un libro: Carpe diem. Un diario que es un canto a la vida escrito por Laura Díaz Luque, una sevillana que padecía distrofia muscular espinal degenerativa, enfermedad que le condujo a la muerte a los treinta años de edad.
Pero con esa elegancia que caracteriza toda la obra, no se menciona la enfermedad de Laura al espectador, no se pretende utilizar un recurso que podría ser fácil; sólo se nos dice que su libro les sirvió de punto de partida para «divagar, experimentar e investigar», y que, en ese proceso, Laura les dejó. Y unos versos suyos son los que abren la obra, interpretados musicalmente por las actrices: «Vive el momento, vive el instante, porque vivir es lo importante».
Ese es el leitmotiv de la obra, que se va desplegando a lo largo de cinco momentos en los que se utilizan toda clase de recursos escénicos para reflexionar sobre el tiempo («sólo lo efímero, lo fugaz, lo que se nos escapa de las manos…se disfruta de verdad»); el milagro de la vida («comienza la cuenta atrás. La placenta que te envuelve se hace vieja y eso significa que te preparas para salir. Pero tú sigues durmiendo, soñando, despertándote, chupándote el dedo y volviéndote a dormir. Mis pechos se llenan de leche para ti. Y ahora más que nunca pienso que hay algo mágico en todo esto»); la infelicidad de una vida desperdiciada en ansiar aquello que no queremos («ella odiaba poner buenas caras, ella tenía rabia acumulada, ella quería explotar, ella necesitaba gritar, ella quería romper sus ataduras, ella no se conformaba con nada, ella tampoco»); las etiquetas con las que nos definimos, prisioneros de nuestros prejuicios («demasiado pronto te encasillan, te sellan, te juzgan y te ponen marca. Y las piezas no me encajan, aquí hay algo que no cuadra, si no dime tú que hacen dos princesas en esta charca»); y la muerte («—El tiempo. Nuestra propia línea del tiempo se agota irremediablemente, ¿y qué hacemos? —Hacemos, la clave está en hacer, hacer lo que sea pero hacer mucho (…) —¿Y cuándo vivimos?»).
Todo ello con un planteamiento escénico innovador, lleno de imágenes sugerentes cargadas de lirismo, como la recreación del interior del vientre materno, las figuras corporales que se mueven tras una tela elástica, las hermosas instantáneas finales, acompañadas por el aria de Dido de Purcell). También la fuerza descriptiva, como la memorable escena de las mujeres trajeadas intentando trepar por unas cuerdas, cargando cada vez con más objetos en sus espaldas. O de complicidad con la audiencia, como en la escena del bolero bailado con un «voluntario» del público, o la de las etiquetas que las actrices proponen para algunos los espectadores. Y sobre todo, la obra es un canto a la vida, a la posibilidad de ser feliz, libres de máscaras e imposturas, a la necesidad de aceptarnos como somos y atrevernos a vivir, a superar miedos y prejuicios (el teatro como terapia ) y entender, a la luz de la muerte, la grandeza de la vida: «Y sólo así podré sonreír mientras caigo por el precipicio del único lugar del que nunca se vuelve… Porque cuando mi línea de tiempo se esté acabando no quiero sentir que debí haber olido aquellas flores en las que nunca me había fijado». Y encontrar en las cosas sencillas y verdaderas, donde los personajes dan paso a las personas, el destello de la felicidad y la alegría. Como en el poema de Gabriel Celaya:
«Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?».
★★★★☆
Calle Ciudad Rea,l 12
Delicias
ESPECTÁCULO FINALIZADO