El Tribunal Constitucional, en sentencia de fecha 5 de junio, pocos días antes de su renovación parcial y el cese de su presidente, don Pascual Sala, propuesto en su día por el Partido Socialista, decidió, por seis votos a favor (más el de calidad del presidente) y seis en contra, declarar inconstitucional y nula la «excepción de la necesidad de ley de reconocimiento» para las universidades que se establezcan en España por la Iglesia católica, conforme establecía la Ley Orgánica de Universidades, en relación con el artículo X del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, en una resolución dictada once años después de haber sido interpuesto el recurso de inconstitucionalidad.
El Constitucional entiende que la Ley introduce un régimen discriminatorio a favor de las universidades de la Iglesia en relación con el resto de las universidades privadas, en contra de lo sostenido por la mitad de los magistrados del propio Tribunal y de la Abogacía del Estado. En sendos impecables y brillantes razonamientos jurídicos, los seis votos particulares de los magistrados discrepantes, desmontan los débiles argumentos contenidos en el fundamento décimo de la sentencia cuestionada.
Conviene recordar que la universidad es hija de la Cristiandad medieval. Es pública y notoria la larga tradición de la Iglesia católica en el campo de la enseñanza superior, que le ha llevado a constituir múltiples universidades en numerosos países, pudiéndose afirmar que la Iglesia católica es, mundialmente, la institución con mayor dedicación a la educación universitaria. Esta posición de la Iglesia católica determina la existencia de elementos diferenciales, suficientemente válidos, que introducen una justificación objetiva y razonable del trato legal diferente.
Al anterior elemento diferencial, se une la aplicación del art. 16.3 de la Constitución, sobre el deber de los poderes públicos de mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica. Innegable la existencia de la diferencia de trato, no es sin embargo inconstitucional, pues se sustenta, como dice la Abogacía del Estado, en las especiales relaciones de colaboración entre el Estado y la Iglesia católica. Por lo demás, el Acuerdo con la Santa Sede es un Tratado internacional cuyo texto ha sido aprobado por las Cortes Generales y publicado oficialmente, lo que significa, en virtud de lo dispuesto en la Constitución, que forma parte de nuestro ordenamiento interno. El mencionado Acuerdo internacional incorpora una disposición en la que se determina que «la Iglesia católica podrá establecer universidades, colegios universitarios, escuelas universitarias y otros centros universitarios, sin perjuicio de que los mismos se acomodaran a la legislación que se promulgue con carácter general, en cuanto al modo de ejercer sus actividades» (art. X.1). Es decir, la libertad de creación de centros docentes es un derecho que, por venir reconocido constitucionalmente a las personas físicas y jurídicas, puede también ejercer, como es natural, la Iglesia católica.
Ésta es la interpretación que, conforme al principio de buena fe, ha venido dando el Estado español al mencionado Acuerdo, como lo demuestra que se hayan constituido, con el parecer favorable del Consejo de Estado, tres universidades católicas, sin necesidad de previa ley de autorización: Santa Teresa, de Ávila; San Antonio, de Murcia; y San Vicente Mártir, de Valencia, además de la Eclesiástica San Dámaso, en Madrid. Por eso, no deja de ser preocupante que, en contra del art. 31.3 del Convenio de Viena, la sentencia del Tribunal Constitucional pretenda modificar unilateralmente la interpretación del tratado internacional, discutiendo las competencias del Gobierno e imponiendo su propia interpretación del Acuerdo.
Perjuicio a la libertad de creación de centros
Que las universidades de la Iglesia católica en España queden exentas del requisito formal de la ley de reconocimiento no significa que no estén sujetas a la exigencia de contar con los medios y recursos adecuados para el cumplimiento de las funciones al servicio de la sociedad, que a todas las universidades, públicas y privadas, impone la Ley Orgánica de Universidades, de tal suerte que el comienzo de las actividades de las Universidades será autorizado por el órgano competente de la Comunidad Autónoma, una vez comprobado el cumplimiento de los referidos requisitos, para garantizar la calidad de la docencia e investigación.
A mayor abundamiento, las universidades de la Iglesia católica habrán de atenerse, como el resto de universidades, al catálogo de títulos universitarios oficiales que apruebe el Gobierno, así como a las directrices de los planes generales que deban cursarse para su obtención u homologación, aprobados igualmente por el Gobierno. En fin, la exención de ley en cuanto al reconocimiento de las universidades de la Iglesia, no significa en modo alguno que estas universidades puedan desarrollar sus actividades docentes e investigadoras sin someterse al régimen jurídico establecido en la propia Ley Orgánica de Universidades y las restantes normas que dicten el Estado y las Comunidades Autónomas.
En definitiva, pensamos que esta sentencia, adoptada por un Tribunal dividido en partes iguales, cuestiona, una vez más, el prestigio del Alto Tribunal, afecta a la libertad de creación de centros universitarios e incide en las competencias del Gobierno de la Nación sobre las relaciones internacionales, imponiendo su propia interpretación de un Acuerdo internacional.