La pandemia del coronavirus es tan poderosa y dramática que a todos nos tiene conmocionados. Parece como si estuviéramos en un sueño, un mal sueño. El enemigo es tan pequeño, tan invisible y, sin embargo, tan poderoso y mortífero en sus efectos que nos parece mentira lo que está sucediendo. No sabemos cómo se nos acerca, tampoco si está o no colonizando nuestro cuerpo. Ignoramos si abre la puerta a la enfermedad ni si su invasión concluirá causándonos la muerte. Nunca como hoy nuestra generación ha visto con evidencia cómo las seguridades que nos protegían se han venido abajo. Nos sentimos amenazados, desamparados, asustados… Sabemos que algo se ha roto, pero no sabemos ni cómo ni por qué…
Es verdad, que la reacción como ungüento medicinal ha sido extraordinaria. Algo invisible ha tomado posesión de muchos corazones: la humanidad; ese sentir que se compadece ante la desgracia de otros reconocidos como propios. El dolor, la soledad, la angustia, el miedo, la incertidumbre…, han dejado de sernos algo ajeno y la solidaridad ha brotado por todas partes. Personal sanitario, limpiadores, camioneros, fuerzas del orden público, cajeros del supermercado, industriales, capellanes, vecinos…, la lista sería inmensa. Lo primordial es que todos y cada uno nos hemos sentido responsables de los otros y, como hemos podido, hemos arrostrado la pandemia y sus consecuencias en favor de los otros. ¡Cuánta responsabilidad!, ¡cuánta solidaridad!, ¡cuánto heroísmo!, ¡cuánta abnegación!, ¡cuánta ternura!…
La consigna es que, en esta lucha, todos somos necesarios. El hashtag #MeQuedoEnCasa nos recuerda que incluso quedándonos en casa colaboramos para doblar la curva de propagación del COVID-19. Los políticos, los medios de comunicación y todos los que tienen algún tipo de influencia social nos insisten en que vamos a poder con este virus y que saldremos de esta situación mejores, más fuertes, más preparados. Alguna cuña publicitaria nos anuncia que cuando termine esto lo celebraremos con un buen vino. Y otra que lo vivido en este tiempo quedará en la memoria como un cúmulo de anécdotas: los aplausos de las ocho, las ideas ingeniosas para comunicarnos…
Sin embargo, en todo lo que estamos viviendo algo hay que no sabemos muy bien cómo integrarlo: los muertos. Sí, diariamente nos dan el parte de los fallecidos. Diariamente estos números encabezan las noticias y nos dan cuenta de las cifras crecientes, acumuladas, comparativas que caen sobre nuestras cabezas. Pero entre tanta cifra, difícilmente acertamos a presentir los dramas personales que se oculta tras esos guarismos tan asépticos, tan fríos. Qué cierta es esa frase que se le atribuye a Stalin: «Una única muerte es una tragedia, un millón de muertos es una estadística».
En cualquier situación especialmente calamitosa, nunca se sabe muy bien qué hacer con los cadáveres. Pero en esta pandemia da la impresión de que se sabe menos. Los muertos e incluso antes, los que van a morir, son la cara más trágica del drama que estamos viviendo. No sabemos qué hacer con ellos. Muchos mueren en los brazos de sus familiares y, cuando el juzgado levanta acta, son arrebatados sin saber muy bien su destino, sin conocer el modo como se va a proceder con ellos, desconociendo cuándo los familiares recibirán sus restos. En otras ocasiones, no es menos dramático. Muchas personas son ingresadas y pasan las últimas horas de la vida separados de su familia, apenas nadie que esté a su lado, ninguna palabra amiga, ningún consuelo, ninguna esperanza…, solo silencio, soledad, angustia, oscuridad… Y la familia, también, dolor, sinsentido, silencio, soledad, angustia, desesperanza… El miedo al contagio separa lo que el amor quiere unir y de este la muerte revela su rostro más inhumano.
Esta es la verdadera «peste funesta» de la que habla el salmo. La muerte, con su cortejo –el coronavirus solo es uno de ellos, como lo es el hambre, las guerras, la falta de salubridad…–, está revelando en esta pandemia un poder formidable, el que siempre tiene. Y nuestros gobernantes lo saben y los medios de comunicación también y nosotros, claro que lo sabemos, muchos lo hemos padecidos, lo padecemos o lo padeceremos… Y todos guardamos silencio, pues a nadie le gusta proclamar vencedor al enemigo triunfante. Más aún, tememos que los muertos pongan sordina a nuestras proclamas: «Todos juntos saldremos de esta», «todos venceremos al coronavirus». ¿Y los difuntos?, ¿de dónde saldrán?, ¿cómo vencerán?
En este punto, solo el Evangelio arroja luz. Los cristianos –seguro que muchos lo hacemos– debemos tener el valor ir a esta periferia existencial, como ninguna otra, y ante tanta muerte, tanto dolor, tanta inhumanidad, tanto sinsentido, balbucear que Jesús ha muerto y resucitado. Musitar con temor y temblor, llenos de reverencia y respecto, el anuncio que ilumina nuestra esperanza: Jesús ha pasado por la muerte y ha abierto de par en par la vida a nuestros difuntos. No que Jesús los libra del paso de la muerte, no que hace desvanecer su cortejo; sino que Él está en el paso, los toma de la mano, musita una palabra que toca su alma e les introduce en una vida en la que la muerte no tiene ya palabra y carece de corte.
«Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que en la vida y en la muerte somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14,8-9).
Sí, Jesucristo es el Señor de vivos y muertos, y ninguno de los fallecidos y los que van a fallecer en esta epidemia, y en tantos desastres como existen, se pierden. Al contrario, en sus manos misericordiosas ganan la vida, esa que el Padre nos ha prometido a la pobre criatura que somos los hombres. Si los cristianos no encontramos el modo de anunciar, con respeto y ternura, esta vida que ha abierto Jesús por su Cruz victoriosa, entonces no saldremos todos de esta, ni tampoco todos venceremos al coronavirus. Incluso esos eslóganes que nos invitan a una lucha fraterna, en cierto modo, quedarían heridos de muerte. Porque si no nos salvamos todos, ¿qué salvación es esa?
Cuentan, los que lo han visto, que algunos enfermeras, auxiliares, también algunas limpiadoras han cogido de la mano a alguien que estaba a punto de dar el último suspiro. Aunque Jesús siempre acompaña en este trance, a veces suscita ángeles que densifican su presencia… A veces, ellos no lo saben. Pero es que Jesús no solo es Señor de muertos, también lo es de los vivos, y su Espíritu siempre está pronto a mover a los que se compadecen por la desgracia de sus prójimos.