El sueño europeo del Papa pasa por Centroeuropa
La pequeña Eslovaquia está llamada a «ser un mensaje de paz en el corazón» de Europa. Durante su visita a este país, Francisco ha dado las claves para defender su identidad cristiana en el siglo XXI
El Papa Francisco ha vuelto a lanzar en Eslovaquia un llamamiento a que «Europa se distinga por una solidaridad que, atravesando las fronteras, pueda volver a llevarla al centro de la historia». Durante el encuentro con las autoridades y la sociedad civil, el lunes, el Santo Padre recordó que «para promover una integración cada vez más necesaria» se necesita fraternidad, en vez de luchar por supremacías. «La sola recuperación económica no es suficiente», añadió. Una llamada de atención necesaria en un momento en el que se plantea «una anhelada reactivación económica, favorecida por los planes de recuperación de la Unión Europea».
No son ideas nuevas. La novedad del viaje a Eslovaquia ha sido cómo Francisco ha subrayado que este pequeño país centroeuropeo, quizá menos relevante que sus vecinos, está llamado a «ser un mensaje de paz en el corazón» de Europa. Un mensaje que brota de un legado marcado en muchas ocasiones por el sufrimiento y la persecución. El martes, en Kosice, el Pontífice presentó a los jóvenes el ejemplo de la beata Anka Kolesarova, martirizada por un soldado soviético en 1944 y beatificada hace tres años.
Más simbólico aún resultó, el lunes, el paso por la plaza Rybné de Bratislava. Antaño, en ella se alzaban juntas una sinagoga y la catedral. Hasta que durante el nazismo y con apoyo del Gobierno eslovaco, más de 70.000 judíos fueron eliminados. Durante el comunismo, la sinagoga fue destruida. El Santo Padre compartió su dolor y denunció una vez más el antisemitismo. Pero también mostró su esperanza por un nuevo caminar juntos. Cristianos y judíos están llamados a trabajar juntos para que no se vuelva a profanar el nombre de Dios violando «la dignidad única e irrepetible del hombre, creado a su imagen».
El débil no es una carga
En todas las palabras del Papa latía el sueño de una Centroeuropa que, con este bagaje, sepa defender la identidad cristiana del Viejo Continente. Pero de una forma acorde con el Evangelio y con el contexto actual. Al Santo Padre se le había grabado en el corazón el gesto de hospitalidad eslavo de ofrecer pan y sal, tan repetido estos días. Ante las autoridades, subrayó la necesidad de que los «fragantes sabores» de la tradición no «se estropeen» por el materialismo o por una «colonización ideológica». Pero, al mismo tiempo, advirtió de que ser sal para preservarla «no está en el ardor de llevar a cabo guerras culturales, sino en la siembra humilde y paciente del Reino de Dios, principalmente con el testimonio de la caridad».
Es decir, compartir el pan. Esto implica una justicia concreta que debe manifestarse, por ejemplo, en la lucha contra la corrupción, una lacra que desde 2018 ha hecho caer a dos gobiernos en el país. Pero también y sobre todo pasa por la atención a los más débiles, sin que nadie sea «estigmatizado, discriminado» o visto como «una carga o un problema». Palabras que, ese mismo lunes y el martes respectivamente, se hicieron vida en la visita al Centró Belén para personas sin hogar, de las Misioneras de la Caridad, y al gueto gitano de Lunik IX, en Kosice.
Esta apuesta por una Centroeuropa que sea motor de una Europa fraterna no pasa, sin embargo, solo por lo político o lo social. Nada más pisar el país, en el encuentro ecuménico del domingo, el Papa se preguntaba «cómo podemos esperar una Europa que redescubra sus raíces» y «más fecundada por el Evangelio» si los mismos cristianos hemos perdido en parte estas mismas raíces al romper la comunión entre nosotros. Tampoco tiene sentido «soñar con una Europa libre de ideologías, si no tenemos el valor de anteponer la libertad de Jesús a las necesidades de grupos individuales de creyentes».
Libres por fuera y por dentro
Tras la caída del telón de acero y el final de la «persecución atea», en las últimas décadas los cristianos eslovacos «experimentáis lo hermoso, pero a la vez lo difícil que es vivir la fe como personas libres». Ante estos retos, «existe de hecho la tentación de volver a la esclavitud». No a la de un régimen, sino a la «esclavitud interior». «Cuando al situación se normaliza y nos instalamos con el objetivo de mantener una vida tranquila», nos lleva a buscar «espacios y privilegios».
Esta misma idea de aprender a vivir en libertad ocupó buena parte del encuentro con los obispos, sacerdotes y religiosos el lunes. La libertad, afirmó Francisco, permite salir de «una preocupación excesiva por nosotros mismos, por nuestras estructuras, por cómo nos mira la sociedad» o por «hacer lo que dicen los medios». Y, en cambio, lleva a «compartir, caminar juntos, acoger las preguntas y las expectativas de la gente» sin encerrarse en un «castillo».
Una tarea en la que también entra en juego la propia libertad de los fieles. El Santo Padre exhortó a los pastores a «no tener miedo de formar a las personas en una relación madura y libre con Dios», que permita llevar «las propias heridas sin miedo y sin fingimientos». Solo así pueden descubrir la libertad profunda del Evangelio. Esta apuesta, reconoció, quizá genere algo de vértigo por «no poder controlarlo todo, por perder fuerza y autoridad». Pero es que «la Iglesia de Cristo no quiere dominar las conciencias», sino ser «fuente de esperanza».
Occidente pide contemplación
Con todo, continuó dirigiéndose al clero, «quizá la tarea más urgente de la Iglesia en los pueblos de Europa» sea «encontrar nuevos alfabetos para anunciar la fe», como hicieron en suelo eslovaco los santos Cirilo y Metodio. «Tenemos de trasfondo una rica tradición cristiana, pero hoy, en la vida de muchas personas, esta permanece en el recuerdo de un pasado que ya no habla ni orienta más las decisiones». Debe ser traducida de forma creativa, y propuesta en un contexto de diálogo.
Sin aludir directamente a ello, este fue el remedio que ofreció Francisco a una Iglesia a la que, a pesar de representar al 62 % de la población, le preocupa la secularización de la sociedad. Pero todo ello debe nacer, como dijo en el encuentro ecuménico, de «una fe experiencial, que sabe acoger el misterio». Las iglesias orientales y los pueblos eslavos son ricos en esta tradición contemplativa, que invitó a cultivar juntos. «Europa la necesita con urgencia; el Occidente eclesial, en particular, tiene sed de ella».
El martes, en la Divina Liturgia bizantina en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el Pontífice invitó por ejemplo a contemplar la cruz. Es, afirmó, un libro que hay que leer para llorar «delante del Dios herido de amor por nosotros». Por eso, previno contra el anhelo de «un cristianismo triunfador que tenga relevancia e importancia». Y pidió no reducir el crucifijo a un objeto de devoción, y «mucho menos a un símbolo político» o una «bandera que enarbolar». Al igual que les pasó a los mártires durante la persecución, hoy «no faltan ocasiones para dar testimonio». Pero este puede verse ensuciado o ensombrecido por la mundanidad. En cambio, «el testigo que tiene la cruz en el corazón y no solamente en el cuello no ve a nadie como enemigo, sino a todos como hermanos por los que Jesús ha dado la vida».
«La cruz, plantada en la tierra, además de invitarnos a enraizarnos bien, eleva y extiende sus brazos hacia todos; exhorta a mantener firmes las raíces, pero sin encerrarse» y «abriéndose a los sedientos de nuestro tiempo». Estas palabras de Francisco tras el rezo del ángelus en la plaza de los Héroes, en Budapest, sirven como resumen de su visita relámpago a Hungría.
Organizado para clausurar el Congreso Eucarístico Internacional (CEI), su paso por el país había suscitado interés por qué ocurriría en el encuentro a puerta cerrada con el presidente, János Áder, y sobre todo con el primer ministro, Viktor Orbán, rostro visible de una corriente política que en Europa central y oriental ha hecho suya la defensa de las raíces cristianas del continente, pero discrepa con el Papa en temas como la acogida a inmigrantes.
Durante la clausura del congreso, Francisco pidió que Jesús Eucaristía, «pan partido, amor crucificado y entregado», sane «nuestras cerrazones y nos abra al compartir, nos cure de nuestras rigideces y del encerrarnos en nosotros mismos».
A los obispos, Francisco les pidió «custodiar el pasado y mirar al futuro». Reconoció que el reto de una sociedad más diversa «en un primer momento puede asustar». Pero «la pertenencia» innegociable «a la propia identidad nunca debe convertirse en un motivo de hostilidad» sino en «ayuda para el diálogo». Tomando la imagen del Danubio y el célebre Puente de las Cadenas que une la ciudad, subrayó que «si queremos que el río del Evangelio» haga germinar «una sociedad más fraternal y solidaria», hace falta que «la Iglesia construya nuevos puentes».