El secreto de Van Thuan
En La luz brilla en las tinieblas, el exdirector de Alfa y Omega Miguel Ángel Velasco se adentra en la figura del cardenal Francisco Javier Van Thuan
«Es verdaderamente difícil que haya habido en la historia un hombre más libre en la cárcel que Francisco Javier Van Thuan». Así comienza La luz brilla en las tinieblas, la semblanza del cardenal vietnamita que Miguel Ángel Velasco ha publicado en la editorial Palabra. El director durante 20 años de Alfa y Omega se acerca a la figura del obispo de Saigón, prisionero durante 13 años, y hoy en proceso de beatificación.
Van Thuan creció en un «hogar de mártires», pues generaciones enteras de sus antepasados fueron víctimas de persecuciones. En 1885, por ejemplo, todos los habitantes de su aldea fueron quemados vivos dentro de la iglesia parroquial, excepto su abuelo, que por entonces estudiaba en el extranjero. Este abuelo le contaba a Francisco Javier que todos los días, cuando tenía 15 años, recorría a pie 30 kilómetros para llevar un poco de arroz y sal a su padre, que estaba en la cárcel por ser cristiano. Y la propia madre de Francisco Javier le contaba todas las noches historias de la Biblia y de mártires, y cuando su hijo fue arrestado rezaba por él, para que se mantuviese fiel en la prueba y pudiese perdonar a sus enemigos.
Este fue el ambiente de fe y de perdón en el que creció Francisco Javier, que el 11 de junio de 1953 fue ordenado sacerdote. Siendo obispo coadjutor de Saigón, en 1975 fue arrestado por las autoridades comunistas —«no llevaba nada, salvo mi rosario y la compañía de Jesús y María»—. Comenzó así una peregrinación por diferentes cárceles del país que duró 13 años, nueve de ellos en régimen de aislamiento. En una celda, había «tanta humedad que crecían los hongos en mi cama. En la oscuridad vi un agujero en la parte baja del muro: así pasé más de cien días, por tierra, metiendo la nariz en este agujero para respirar. Cuando llovía, entraban por el agujero insectos, ranas, lombrices y ciempiés; los dejaba entrar, ya no tenía fuerza para echarlos fuera».
«Porque todo es gracia»
En la prisión escribía en pedacitos de papel los textos de la Sagrada Escritura que lograba recordar; y celebraba la Eucaristía en la oscuridad, con pan y vino que sus fieles lograban introducir de tapadillo. En la cárcel, a 15 kilómetros de Hanoi, en 1980, escribió: «Dios me está dando las horas más bellas de mi vida. Nunca he tenido momentos de oración tan ardientes, ni Misas tan fervientes, ni ocasiones tan favorables de unirme al amor de Dios para manifestar el amor en medio del odio. Se puede perder todo materialmente pero si Dios permanece, seguimos teniéndolo todo. Porque todo es gracia».
Y si la biografía del cardenal Van Thuan es en sí misma Evangelio puro, no lo son menos el mensaje y el legado que dejó detrás, a los que Miguel Ángel Velasco dedica la mayor parte del libro. Como su fino discernimiento espiritual al distinguir entre Dios y las «obras de Dios»: «Francisco, eres un estúpido. Si Dios quiere tomar las riendas de su obra, déjale a Él. Lo hará mejor que tú», escribía. O como cuando afirmaba: «La oración resuelve más problemas que el dinero y la tecnología». O cuando identificaba los numerosos «defectos de Jesús»…
El hombre que enseñaba himnos litúrgicos a sus carceleros, deseosos de aprender latín –«No puedo decir lo conmovedor que era oír, cada mañana, a un policía comunista bajar las escaleras cantando el Veni Creator»–; el que llamaba a sus guardianes «mis amigos», el que tras su liberación circulaba por la plaza de San Pedro en moto camino de su trabajo como presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz, el que hacía sonreír a sus colaboradores de la Curia con su imitación de Juan Pablo II, el que afirmaba sin rubor: «¡Pero si yo he sido feliz toda mi vida!»…, desvelaba su secreto en una de sus últimas homilías: «Todo lo que necesitamos nos lo da Jesús en la Eucaristía: el amor, el arte de amar, de amar siempre, de amar con la sonrisa en los labios, amar a los enemigos, amar perdonando y olvidándonos de haber perdonado». Justo así, como él vivió toda su vida.
El cardenal vietnamita defendía que la crisis madre de todas las crisis es una crisis de santidad: «¡Hay pocos santos!», se lamentaba Van Thuan, porque «no se puede ser santo en días alternos». Para él, ser santo es «mirar largamente la Cruz, abrazarte a ella y guardar silencio en tu corazón, como la Virgen María». Además, «la audacia es una de las condiciones de la santidad. Imita la osadía genial de los niños. Si quieres ser santo, haz pequeñas cosas, aunque te parezcan carentes de sentido, pero pon en ellas todo tu amor. La Virgen solo hizo cosas de lo más ordinario. Y María fue una mujer alegre. El santo está siempre alegre, porque tiene a Dios».
El propio Miguel Ángel Velasco, autor de una larga lista de biografías de santos, recuerda que «si Van Thuan pudo, ¿por qué los demás no vamos a poder? No hay que olvidar nunca la palabra del Señor: “Sin Mí, no podéis hacer nada”. Parece claro que no es cosa de empeñarse uno mismo, sino de dejarse hacer. La palabra clave puede ser docilidad. Los santos no nacen, sino que se hacen; o más bien, se dejan hacer. La santidad no es cosa nuestra, sino la sencilla y humilde y gozosa y ardua docilidad a lo Dios quiere de nosotros. Y el Señor también dijo: “Yo estoy siempre con vosotros, hasta el fin de los tiempos”».