El Santo Sepulcro de madrugada
Poco antes de las cuatro de la mañana no se ve un alma por las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Entramos en el Santo Sepulcro vacío, donde hace dos milenios «comenzó todo», subraya un sacerdote que ha dormido allí
Hay dos ciudades santas. La Jerusalén de día, con su trasiego frenético por el zoco, y la de la noche, con su quietud apenas interrumpida por el andar renqueante de un gato callejero. Cuando el corazón de las tres religiones monoteístas —cristiana, judía y musulmana— se funde a negro, se despoja del traqueteo bullicioso de los turistas, de los peregrinos que con fervor reviven las estaciones del vía crucis, del blanco y negro de los judíos ortodoxos, del laberinto de especias orientales y de los colores de los caftanes. En la madrugada de la Ciudad Vieja el silencio lo invade todo. No se ve un alma. Hasta que se escucha el tintineo de la llave que abre el portón de madera en honor a santa Elena, una de las primeras mujeres que viajó a los santos lugares.
969.800 habitantes
Judíos, 59,9 %; musulmanes, 37,2 %, y cristianos, 1,7 %
Son exactamente las cuatro de la mañana y, al otro lado, la explanada de la basílica del Santo Sepulcro todavía duerme. Dos familias musulmanas, los Joudeh y los Nuseibeh, custodian desde hace siglos el ritual de acceso al templo cristiano que contiene parte de la roca del Gólgota, donde Jesús fue crucificado. Los primeros presumen de que el propio Saladino, uno de los más grandes gobernantes del mundo islámico, les entregó la llave —que hoy está negra de tan oxidada—, forjada en 1149. Los segundos han transmitido de generación en generación la tarea de abrir y cerrar la gran puerta del templo.
Todos los días, como si fuera parte de esa tradición viva, Murad, un cristiano armenio cuya familia fue perseguida por el Imperio otomano, se acerca a presenciar el solemne ceremonial. «Me da fuerzas para afrontar las vicisitudes del día», señala sin dar importancia al madrugón cotidiano. Con paso ágil se acerca hasta el edículo, el templete de mármol erigido en 1810 para proteger la tumba de Jesucristo, y participa en la liturgia con la que dos sacerdotes ortodoxos armenios, entre incienso y rezos, despiertan el Santo Sepulcro vacío. En el altar, situado justo detrás, un religioso copto canta salmos en la lengua egipcia que usaba su pueblo antes del árabe. Y, subiendo por una empinada escalera, en el Calvario, un sacerdote eslovaco preside la Misa junto a un par de jóvenes.
El espacio espiritual está repartido en esta basílica con rigor milimétrico entre las seis comunidades cristianas que —según el acuerdo del status quo definido en el siglo XVIII, durante el reinado del sultán otomano Osman III— tienen jurisdicción sobre él. Prueba de ese difícil equilibrio es la pequeña escalera de madera que reposa desde principios del siglo XIX bajo el alféizar de una de las ventanas del primer piso en la fachada. La falta de consenso en esta zona de competencia común ha impedido retirarla.
Sin colas ni flashes
Morar de noche en el angosto lugar santo, libre de las masificaciones de peregrinos, es todo un privilegio. Lo sabe bien el sacerdote Bala Anthony, de origen indio pero residente en Texas (Estados Unidos). Ya había estado antes de peregrinación en Jerusalén, pero nunca había pasado la noche en el corazón del cristianismo. «Aquí comenzó todo», asegura sonriente. Como las mujeres que encontraron la tumba vacía, Anthony no ha tenido que hacer cola para entrar en el edículo. No ha tenido que soportar el murmullo incesante de los peregrinos y curiosos o el flash de las cámaras y de los teléfonos móviles antes de tocar, bajo el altar de la capilla del Calvario, el lugar donde Cristo expiró. Sus ojos lo dicen todo. Está profundamente conmocionado, a pesar de que ha dormido solo unos pocos minutos en la cripta de la capilla de Santa Elena. Para repetir su experiencia solo hay que pedir autorización con un mes de antelación a la Custodia de Tierra Santa, la fraternidad de los franciscanos que protege los santos lugares. Una misión que les confió la Santa Sede a finales del año 1342, como legado de la visita profética de san Francisco al sultán de Egipto en 1219.
• Franciscanos. La Santa Sede les encargó a finales de 1342 la custodia de los lugares consagrados por la presencia de Jesús en Tierra Santa. En el Santo Sepulcro gestionan la capilla de la Crucifixión, junto al Calvario, y los oratorios consagrados donde Cristo resucitado se apareció a las mujeres. En otra gruta, los franciscanos también veneran el lugar donde Elena descubrió la cruz.
• Griegos. La Iglesia greco-ortodoxa está presente en Tierra Santa desde hace 1.700 años, como descendiente directa de Santiago, primer obispo de Jerusalén. Controla la mayor parte del templo, que ellos llaman iglesia de la Resurrección: el Calvario, la roca en la que se levantó la cruz de Cristo; la piedra de la unción del cuerpo de Jesús y el acceso al templete donde se hallaba su tumba. En el Katholicón o Coro de los Griegos se halla el ónfalo, un punto que varias referencias bíblicas consideran el centro del mundo.
• Armenios. El pueblo armenio, el primero en abrazar el cristianismo como religión nacional, está presente en Jerusalén desde el siglo V. Les pertenece la capilla de Santa Elena, madre del emperador Constantino.
• Coptos. Son los descendientes de la primera comunidad cristiana en el valle del Nilo. Tienen una pequeña capilla donde se sitúa la piedra en la que reposó la cabeza de Jesús ya muerto.
• Etíopes. Los etíopes o abisinios representan al primer país cristiano de África. Una comunidad de monjes vive de forma austera en las celdas que están sobre el techo de la capilla de Santa Elena.
• Siriacos. La Iglesia siríaca de rito antioqueno es la primera heredera de la antigua Iglesia judeocristiana. Controla la capilla del ábside norte, en el acceso a la tumba de José de Arimatea.