El sacerdote de la diócesis de Madrid que acaba de cumplir 100 años - Alfa y Omega

El sacerdote de la diócesis de Madrid que acaba de cumplir 100 años

«Dios nos ha elegido, pero de verdad», asegura Vicente Vázquez

Begoña Aragoneses
Vicente Vázquez

«Ay, los nombres se me van…». Acaba de cumplir los 100 años y Vicente Vázquez, sacerdote, se lamenta de sus olvidos. Lo asombroso es que no tiene apenas. Es más, su mente privilegiada es capaz de describir con precisión pasajes de su vida y emociones y sentimientos. Desde la gripe española de 1918 que se llevó a su hermana mayor, a la que él no llegó a conocer, pasando por la guerra civil, hasta la actualidad del cónclave —«al Papa lo elige el Espíritu Santo, pero hay que darse cuenta de la forma en que Dios habla, a través de la opinión de los cardenales»—, Vicente destila sentido común y la sabiduría que da el poso de la edad.

«¿Las preguntas van a ser teológicas?», nos pregunta nada más sentarnos. Y se justifica: «El Concilio Vaticano II fue un aldabonazo, y después surgió una pléyade de teólogos como jamás en la Iglesia: Von Balthasar, Ratzinger, Rahner… Los que hemos estudiado Teología somos deudores de ellos. Pero los nuevos ya…», y se encoge de hombros.

No, no hacemos teología con Vicente, aunque él está muy en forma. «Ahora estoy leyendo los escritos de Rahner», y señala a la estantería que, en su dormitorio, separa la cama de la zona de estudio. «No puedo vivir sin estudiar, es como una respiración espiritual». Desde que se jubiló a los 70 años vive en la residencia sacerdotal junto a la parroquia Sagrada Familia y «en estos 30 años he estudiado más que antes».

Vicente Vázquez durante su ordenación

Le pedimos su testimonio 67 años después de su ordenación. Cuando entró en el seminario, en Madrid, «el único que tenía carrera era yo». Claro que la mayoría de sus compañeros eran aún niños de 10 años mientras él había cumplido los 27. Estudió Matemáticas y llegó a ser profesor. La vocación le rondaba, pero él se resistía. «Estuve dos años no queriendo entrar en el seminario, como si fuera un virus». Claro, «¡lo tenía todo solucionado!».

Del seminario se daba cuenta «más de las deficiencias». Entonces «hablaban demasiado de la obediencia y no de la responsabilidad». «Pensar que los de 4º de Teología, que al mes iban a ser curas, tenían que ir en fila por la calle Princesa», se asombra. Y, sin embargo, nada más ordenarse, «el cura en su pueblo hacía y deshacía». Cuenta, divertido, que en su primera Cuaresma como sacerdote acudió a él el alcalde para pedirle permiso para organizar un baile. Se desentendió. No era su cometido; que el regidor actuara en «libertad y conciencia».

Fidelidad y oración

Del día de su ordenación, Vicente recuerda que «de rodillas, ante el obispo», era incapaz de abrir los ojos de tan emocionado como estaba. Unos ojos que se llenan de lágrimas cuando reconoce lo que de verdad fue impactante: su primera Misa. «Pensar que tenía a Dios en mis manos…». Y hace el gesto de la consagración, llevándose las manos al corazón.

Aunque la realidad es que «fueron más emotivas las bodas de oro». A ellas invitó a los tres compañeros que aún viven de su curso, «aunque uno de ellos no vino porque está un poco mal de la cabeza».

—¿Quién le ordenó, don Vicente?

—¡El patriarca! [Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá desde 1922 hasta 1963. N. d. R.]

Vicente Vázquez

—¿Qué consejo le daría a un sacerdote joven?

—Que sean fieles a su vocación. Dios nos ha elegido, pero de verdad. No somos conscientes de la verdad de esto.

Y que no se «ufanen». Es Dios el que lo hace todo. «Yo esta mañana he celebrado Misa aquí [en su cuarto], pero ¿he sido yo? No, ha sido Jesús. Cuando he dicho “este es mi cuerpo”, ¿es mi cuerpo?».

La integridad de vida de su padre y la fe de su madre

Encima de su escritorio, el sacerdote tiene dos tablets (una más nueva que otra) que maneja con soltura, un rosario de dedo, unos auriculares, una lupa, el diurnal y varios libros. También las fotos de sus padres. Nacido en Ojos Negros (Teruel), su padre fue el maestro de los hijos de la compañía minera que explotaba los yacimientos de hierro. «Si por algo se distinguía era por la nobleza de su conducta y el respeto a la dignidad de las personas». De él aprendió lo que es una vida sólida y consistente.

Se emociona mucho cuando habla de su padre. Y también de su madre. «Ya me gustaría tener una fe como la suya, auténtica». A ella recurre para explicar la oración cuando le preguntamos qué hacer para perseverar en la vocación. «Rezar». Respuesta sencilla pero contundente.

Recuerda esas tardes en el salón de casa cuando él estudiaba o leía y su madre cosía, «respetando mi silencio». «De vez en cuando, levantaba la mirada y me estaba mirando». Y se sonreían. No hacía falta decir nada. «Pues si estando sin hablar mi madre y yo, estamos tan contentos, ¿por qué cuando voy a la capilla tengo que hablar? Si yo tengo fe, si Jesús me ama muchísimo mejor que mi madre, ¿qué más se necesita? Él está conmigo, contento, y yo con él; la oración no es otra cosa que sentir que Dios está conmigo».