El que tenga oídos, que oiga - Alfa y Omega

El que tenga oídos, que oiga

Sábado de la 24ª semana del tiempo ordinario / Lucas 8, 4-15

Carlos Pérez Laporta
Parábola del sembrador. Marten van Valckenborch.

Evangelio: Lucas 8, 4-15

En aquel tiempo, habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo esta parábola:

«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno».

Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».

Entonces le preguntaron los discípulos qué significa esa parábola.

Él dijo: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, “para que viendo no vean y oyendo no entiendan”.

El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro. Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, lo guardan y dan fruto con perseverancia».

Comentario

Al escuchar la parábola es inevitable identificarse de algún modo con cada modalidad de tierra que describe Jesús. No somos siempre buen terreno, por mucho que lo intentemos; sino que pasamos por las diferentes modalidades que Jesús describe. A veces el Señor nos pilla al borde del camino, como quien escucha de paso una palabra porque se tiene prisa o se está distraído. En otras ocasiones somos terreno pedregoso, porque nuestra historia o nuestros sentimientos no dejan que el Señor fondee en nuestro interior y arraigue; es decir, que sustituya a las demás raíces de nuestro pasado o de nuestro temperamento que solemos tener y que nos hacen vivir como si Cristo no existiese. También, no pocas veces, nos lo encontramos entre abrojos: demasiado determinados por nuestras preocupaciones y nuestras aficiones, ahogamos su presencia. Con todo, no se nos puede quitar que de tanto en tanto también somos tierra buena.

Esa fluctuación de terrenos va haciendo nuestra historia con sus idas y venidas. Por eso, Jesús añade ese final: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Esta frase recompone toda la parábola, porque está situando el centro de la fe no en nosotros —no en nuestro modo actual de corresponder a su palabra—; sino a Él. Esté uno distraído, desfondado, confundido o completamente abierto a Él, lo importante es escucharle ahora, tener oídos para Él ahora. Porque al escuchar esta parábola, incluso si uno no lo entiende, puede corregir su vida, arar la tierra, si se mantiene a su lado, dejando que Él remueva la tierra con su voz. Lo que cambia la tierra, una y otra vez, es ser de aquellos a los que se les ha «otorgado conocer los misterios del reino de Dios»; es decir, formar parte de ese grupo de amigos que el escuchan.