Virgen de los Dolores - Alfa y Omega

Virgen de los Dolores

Bienaventurada Virgen María de los Dolores / Juan 19, 25-27

Carlos Pérez Laporta
Cristo crucificado, junto a la Virgen y san Juan. Cerámica en la basílica de Nuestra Señora del Prado, Talavera de la Reina, Toledo. Foto: María Pazos Carretero.

Evangelio: Juan 19, 25-27

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.

Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre:

«Mujer, ahí tienes a tu hijo».

Luego, dijo al discípulo:

«Ahí tienes a tu madre».

Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.

Comentario

Callada, junto al árbol de la Cruz, está María, su Madre. El contraste con el anuncio del ángel laceraba su alma: aquel mensajero del cielo había dicho que el reino de su hijo no debía conocer ocaso (Lucas 1, 33) y, sin embargo, su vida ahora se apagaba violentamente sin que hubiese alcanzado la ancianidad. Ella no apartaba sus ojos del cuerpo de Jesús: la carne quebrada del hijo espejaba el estado interior de la madre. Empañada en lágrimas, aquella imagen silenciada caía en medio de su corazón como como una espada.

Pero todo ello no podía sorprender a María. No solo por las advertencias de Simeón, sino porque desde el principio ella había visto a la muerte merodear a su Hijo. El peligro de su embarazo virginal, la persecución de Herodes, los tres días que estuvo perdido antes de encontrarlo en el templo, el odio de las clases regentes que se adivinaba en sus palabras y sus rostros cada vez que Jesús abría la boca. Ahora la muerte le alcanzaba y se ensañaba con su precioso cuerpo. Su temor se convirtió en dolor. Ella seguía teniendo intacto su cuerpo. Pero su alma era prisionera del cuerpo de su hijo. Eran suyos los dolores de Cristo.

Y la tortura de María casi fue mayor, porque al morir su hijo ya no sufrió más aquellas heridas; pero ella seguiría llevando siempre y por todas partes en su cuerpo la muerte de su hijo. Ella vivía aquella muerte; la pasión para ella no acababa. Pero aquella impotencia mortal le recordaba que la impotencia había sido el rasgo de la relación con su hijo desde siempre. Ella sabía cómo la había engendrado. Por eso, aún en medio del dolor, nunca dejó de esperar.