En los países llamados desarrollados, los hijos adquieren valor social y jurídico en la medida en que hayan sido deseados. Un embarazo no deseado es la justificación suficiente para eliminar la dignidad del no nacido y, por lo tanto, su derecho a la vida. Estamos ante la sublimación de los deseos en detrimento de la razón, que cede radicalmente ante los sentimientos y las emociones. En estas circunstancias, para satisfacer nuestros deseos, todo lo técnicamente posible se convierte en moralmente lícito, incluida la mercantilización de la vida humana por vientres de alquiler; la consecución del hijo a través de una transacción económica; la renuncia al hijo que no se adapta a lo que habíamos soñado, programado o que llega con alguna tara o defecto genético, o la orfandad de padre incluso antes de nacer, sustituyendo la genealogía por la tecnologías.
Pero son muchas las mujeres, algunas en circunstancias absolutamente traumáticas y en una soledad absoluta, las que deciden seguir adelante con un embarazo no deseado. Mujeres que, a pesar de las dificultades, donan su cuerpo, por amor, para que sea habitado por una alteridad que las trasciende. En estos casos, el amor precede al deseo. Dos conceptos sobre los que existe gran confusión actualmente y que son diametralmente opuestos, pues mientras el deseo consiste en tomar, el amor es dar. El deseo, como señala Bauman en su obra El amor líquido, es centrípeto; el amor centrífugo. El deseo produce placer, el amor felicidad. El deseo consiste en pensar en uno mismo y es por ello autorreferencial y narcisista; el amor es pensar en el otro antes que en uno mismo. El amor genera plenitud, mientras que el deseo, como afirma Recalcati, tiene esa característica nihilista de llevarnos de un objeto a otro sin que ninguno logre satisfacernos, porque en el mito posmoderno de lo nuevo verificamos que la insatisfacción siempre es la misma.
La diferencia entre el deseo y el amor marca otra nueva diferencia entre buscar al hijo perfecto a toda costa y acogerlo a pesar de las circunstancias, cuando venga y como venga, con todos sus defectos e imperfecciones, que son manifestaciones de la originalidad de la vida y nos humanizan. La alegría de la maternidad es dar vida, no tener el hijo ideal. Acoger supone renunciar a nuestros sueños omnipotentes de control, aceptar el riesgo, subordinar nuestros proyectos a una nueva vida, ceder a nuestras expectativas y abrirnos a la sorpresa y a lo imprevisto, en muchas ocasiones de forma heroica.
Hay una gran diferencia entre el hijo que nace libre, porque la libertad del ser humano requiere un comienzo indisponible, y el que nace sometido a una relación de dominación, porque tiene un fin y un destino predeterminado: dar sentido a nuestra vida, hacernos compañía en la soledad o intentar solucionarnos sufrimientos arcaicos enterrados en el subconsciente que, como señala el Comité de Bioética Español, ningún embarazo será capaz de satisfacer. El niño, cuando es buscado para colmar expectativas inconscientes, como afirma Recalcati, «sin saberlo, está secuestrado en el deseo de la madre».
Esto marca a su vez otra diferencia, entre el niño como producto de nuestros deseos y el niño como subproducto de la actividad sexual de sus padres, en la que lo ideal sería que hubiera amor y entrega entre el hombre y la mujer —que fuera el resultado del azar de la metáfora del amor de sus padres, que no desearon tener un hijo, sino que se desearon el uno al otro—, pero que, en muchas ocasiones, no es así —mujeres abandonadas y maltratadas—, lo que magnifica la generosidad y valentía de la mujer que decide seguir adelante con ese embarazo.
El hijo no deseado es visto por el poder público y gran parte de la sociedad como un problema, una carga, un fardo, un obstáculo a nuestra realización personal y profesional, lo que justifica sobradamente deshacernos de él. Sin embargo, para las mujeres que, abiertas a la contingencia, deciden, a pesar de los peligros e imprevistos, seguir adelante con ese embarazo que no entraba en sus planes, el hijo se convierte en un don, un regalo inédito e inesperado, inoportuno —los hijos siempre suelen ser inoportunos—, trascendencia en su más pura inmanencia y, sobre todo, alteridad.
Nacer como un hijo no deseado es un privilegio, hoy escaso y extraño, pues supone nacer plenamente libre, sin expectativas sobre el futuro, sin objetivos concretos a cumplir, sin que nos deba la vida a nosotras sino a un proceso vital, sin una programación previa, sin la intervención de terceros o de la técnica. Esto puede provocar, en palabras de Habermas, un menoscabo de su autocomprensión moral, pues al crear al hijo mediante un procedimiento planificado este resulta sustraído de toda contingencia, espontaneidad o improvisación, que de algún modo existe en el inicio natural de la vida en general, segando así su libertad.
Estas mujeres valientes merecen respeto, apoyo y protección. Ellas saben que ser genitora de la vida no te hace su propietaria. Que la maternidad es hospitalidad sin propiedad. Que los hijos son descendencia, no pertenencia y que, en consecuencia, no vienen a ser un relleno de nuestros vacíos existenciales ni a cumplir sueños frustrados, sino a volar y tener una vida propia que muchas veces constituye un enigma indescifrable. El rasgo distintivo de la maternidad generosa es aquella que no sofoca al hijo con sus proyectos, sino que sabe abandonarlo en la configuración de un destino propio y diferente del soñado por su progenitora. Esta es, de hecho, la mayor prueba que le espera a toda madre: dejar marchar a su hijo.
Una madre que sabe que concebir un hijo, llevarlo en las entrañas, alimentarlo con el propio cuerpo y con sus pensamientos, supone comenzar a perderlo desde el instante en el que nace, reconocerlo como pura trascendencia —una vida que la madre no posee, sino que alberga—, generarlo como una alteridad, es una madre capaz de hacer el regalo supremo y más difícil que se puede hacer a un hijo por amor: la libertad.