El precio justo. ¡A jugar! - Alfa y Omega

El precio justo. ¡A jugar!

Isidro Catela
Carlos Sobera presenta la revisión del mítico programa. Foto: Mediaset

Si ustedes son de los que recuerdan a Joaquín Prat exclamando el inolvidable «¡a jugar!», mientras sujetaba una tarjeta en una mano y hacía con la otra una suerte de ola de surf, no lo pueden negar: son de los que peinan canas.

Aquel pelotazo televisivo, que a la gracia del maestro Prat sumaba la voz de Primitivo Rojas, así como espectaculares escaparates que ponían todo el centro comercial a tiro de mando a distancia, se llamaba El Precio Justo.

Basado originalmente en un formato norteamericano (The Price is Right), el concurso se estrenó en España en 1988 y, además, del mencionado Joaquín Prat, tuvo también a los mandos a Agustín Bravo, Carlos Lozano, Guillermo Romero y Juan y Medio. Batió todos los registros posibles, incluido el de audiencias, de aquellas que se podían dar entonces cuando apenas había competencia y 20 millones de personas podían sentarse un lunes por la noche ante La Primera de TVE para ver quién se aproximaba más, siempre sin pasarse, al precio establecido. Ahora Telecinco ha tratado de revivirlo para disputarle las tardes a Antena 3, que aguanta el tirón con un in crescendo de concursos imbatible: Ahora Caigo, Boom y Pasapalabra. En este nuevo Precio Justo, el omnipresente Carlos Sobera, presentando el espectáculo, y Luis Larrodera, en plan disyóquey como la voz que va cantando los premios, intentan sostener lo insostenible.

El programa técnicamente es correcto y apenas se sale del guion que conocíamos (batidoras, frigoríficos, equipos de neopreno y así hasta el derroche final de motos, coches y viajes al Caribe), pero se hace largo, huele a formato añejo y la tiranía de la audiencia no perdona. Segundas partes, ya se sabe. Apenas ha aguantado en el prime time. Han intentado recolocarlo a toda prisa en Cuatro y rectificar sobre la marcha, poniendo en su lugar una ficción española (Señoras del Hampa), ya estrenada en Amazon Prime. Tiene pinta de que, nunca mejor dicho, no se van a comer un rosco.