Envuelta en oro y vestida de azul y rojo. Así es como el beato Fra Angélico quiso pintar a su Virgen de la Granada cuando el mundo despertaba al 1426. Lo raro es que sobre el lienzo no cayera alguna de las lágrimas, que según la biografía de Giorgio Vasari, siempre resbalaban de sus mejillas cuando cogía un pincel. Fra Angélico rezaba pintando. Arte y piedad fundidas en una paleta que se esforzaba en narrar sobre el lienzo el día a día de su vida interior.
De esta mezcla de cielo surgió la serena belleza de este instante, que ya podemos disfrutar en el Museo del Prado de Madrid. El velo oxidado del tiempo apenas ha podido apagar la luz de los minúsculos detalles que asoman en el pan de oro que bordea la figura de la Virgen, el luminoso verde de los vestidos de los ángeles, la serenidad del rostro del Niño, el intenso bermellón de la ropa de su Madre y ese color lapislázuli del manto, con unos pliegues naturales, que convierten este cuadro en una obra maestra. A nadie sorprende que se tratara de uno de los tesoros más preciados de la Casa de Alba y, según Laurence Kanter, máximo especialista en el pintor, de «una de las más bellas pinturas de toda la carrera de Fra Angélico». Respecto a su adquisición, los expertos aseguran que el precio pagado, 18 millones de euros, hubiera rozado los 200 en el mercado. Se trata de la compra más importante que ha realizado el Museo del Prado en los últimos 50 años y con ella suple una de sus lagunas: la pintura del quattrocento italiano.
Pero centrémonos de nuevo en el cuadro. Apenas nos atrevemos a desviar la mirada. También nos gustaría tocar esa granada que tanto interesa al Niño. Una imagen que lo explica todo. Por algo este frailecillo fue beatificado por san Juan Pablo II en 1982. El poder de una Madre detenido en un lienzo. Y ahora, a nuestra disposición en El Prado.