En medio del camino de nuestra vida he descubierto que soy idiota. Ante la obviedad alguno querrá reprocharme la tardanza. En mi defensa diré que algo me olía, pero quería aparentar normalidad. Por razones que enraízan en la misma idiotez, pensé que si demoraba la confirmación del diagnóstico acabaría por desaparecer.
Es entonces cuando la idiotez parece dejarnos en ridículo. Aunque no es ella la culpable, sino la vana ilusión de no ser idiotas. Me parece que esto es un fenómeno social fácil de verificar. Por ejemplo: los propósitos en serie del inicio de año. La mayoría son lugares comunes, proyecciones que nacen de compararnos con otros. En enero, los gimnasios hacen acopio de mensualidades de los que nunca pasarán por allí; nuestra procrastinación es su negocio. Lo mismo ocurre con las colecciones o las buenas intenciones. En cada comienzo nos ilusionamos con la idea de que, por fin, conseguiremos que todo vaya bien. Parece que los inicios nos llenan de esperanzas, pero son solo trucos de su peor enemigo: el optimismo.
Por el contrario, una idiotez reconocida nos libera del ridículo. Parafraseando el libro de los Proverbios, deberíamos decir que la idiotez es el principio de la sabiduría: solo cuando uno se reconoce idiota comienza a pensar de verdad. Lo ha dicho Deleuze: «Hacerse el idiota siempre ha sido una función de la filosofía». Lo dice en un sentido muy profundo: la palabra idiota en su raíz griega significa poco más que particular. Yo, por ser yo, soy idiota, y mi idiotez me avergüenza solo cuando me creo igual a otro, idéntico a todo. Reconocer la propia idiotez significa asumir las propias diferencias y límites. En resumen, aceptar la propia idio-tez no es más que conocer la propia idio-sincrasia y hablar el propio idio-ma: ser idiota es ser uno mismo, distinto de todos los demás.
Es ahí donde comienza a alborear un nuevo amanecer: «Solo un idiota puede tener esperanza», ha dicho Byung-Chul Han en su último libro, El espíritu de la esperanza (Herder 2024). Cuando me libero del optimismo de realizarme a mí mismo, dejo de habitar en mi pasado, en la celda de lo que siempre he sido, y me abro a la esperanza de un nuevo porvenir. Porque cuando dejo de intentar ser lo que no soy, me abro a la posibilidad de que haya algo distinto de mí que me pueda ayudar: solo el que se sabe idiota aprende a desesperar de sí mismo y se confía a otro; solo quien sabe que no puede salvarse a sí mismo espera la redención.
Por lo mismo, solo el que tiene todas sus esperanzas puestas en otro puede amarle de verdad cuando le encuentra. «En la esperanza anida el amor», sentencia este filósofo coreano. Los que disimulan su idiotez no pueden sino amarse a sí mismos. El pagado de sí mismo no quiere a nadie. Pero el idiota confeso ama al otro por encima de cualquier cosa; lo ama más que a sí mismo. Porque cuando uno desespera de sí mismo, de contentarse consigo mismo, espera al otro al que realmente ama: que se me haya regalado alguien que me quiera en mi idiotez salva la vida, da sentido a mi propia existencia. No necesito dejar de ser yo para salvarme. Mi idiotez tiene sentido porque alguien la ama. La idiotez no se salva identificándose con alguien, suprimiendo la propia personalidad, sino en una relación que me permite ser yo mismo.
No se trata de mera compasión. Porque en el amor también anida la verdadera esperanza. Con el otro soy más que yo solo. Los amantes son más que la suma de sus idiosincrasias. El otro me abre a un porvenir que no estaba en mis propias posibilidades. Con el otro soy infinitamente más que yo solo. El que me ama me hace mejor, me hace crecer, más allá de mí mismo.
«“Pensando en nosotros he puesto mis esperanzas en ti”: acaso sea esta la forma más adecuada y más perfecta de expresar aquel acto que el verbo esperar solo describe confusa y veladamente […] Se diría que, de alguna manera, la esperanza está magnetizada por el amor, o quizá, mejor dicho, por todo un conjunto de imágenes que ese amor evoca e irradia», dice Gabriel Marcel. Con el otro puedo imaginar y soñar nuevas formas que jamás había sido capaz de vislumbrar sin caer en juegos de ilusionismo: «Soñar es un medio para conocer» y «amor y razón son una y la misma cosa», dirá Han. Porque el amor crea en mí posibilidades y potencialidades nuevas, caminos inexistentes sin la persona amada. Como Tarzán, cuya humanidad floreció en un sinfín de posibilidades solo cuando levantó la mirada por encima de la manada de monos con los que se identificaba y vio a Jean.
Me venciste y yo me dejé vencer (Jer 20, 7). Ahora contigo, apoyado en ti, puedo vencerme a mí mismo. Porque, no nos engañemos, contigo yo sigo siendo yo y, por tanto, siempre todavía idiota. Pero albergo legítimamente la esperanza de descubrir el sentido eterno de mi idiotez.