Siempre escuché como un mantra que la fe no se puede vivir en soledad; necesita la fuerza comunitaria. Depende del momento de la vida en el que uno esté, se lo puede tomar como una propuesta con el único objetivo de engrosar filas, o como una verdadera revelación. Yo, tras años de experiencias y vaivenes, he llegado a la segunda opción. Y estos días, en los que el 2024 no ha empezado con noticias especialmente esperanzadoras, es la comunidad, mi comunidad, la que hace que mi corazón no se desvíe del Amor ni se rompa en mil pedazos. No hay noche que no llegue a mi WhatsApp una foto de un sagrario y un amigo, rodilla en suelo, acordándose de esta pequeña mujer y su sufrimiento. O mensaje mañanero de ánimo. O llamada para ver cómo he pasado el día. La comunidad, mi comunidad, son mis hermanos del Camino Neocatecumenal, a quienes conozco mejor que a mi propia familia. Y del conocimiento real sale ese amor tan puro y fuerte que no deja que jamás me pierda. Ni de Él ni de ellos. Pero también son todas esas personas que Dios ha puesto en mi ruta, a quienes he consolado unas veces más y otras menos, que no me sueltan la mano. Generosas. Espejos de Dios en la tierra. Gracias.