Tres son, más en teoría que en la práctica y más en nuestro tiempo que en tiempos pasados, las constantes en la Iglesia Católica: la unidad en lo esencial, la pluralidad en lo accidental y la caridad en lo esencial y en lo plural. San Agustín lo diría de otra manera al recomendarnos que tengamos «in necessariis unitas, in dubiis libertas et in omnibus caritas» (en las cosas necesarias unidad, en las cosas dudosas, libertad y en todas las cosas, caridad). Aunque siempre en los católicos ha habido y habrá la tendencia, en unos, a extender el campo de lo esencial y, en otros, a extender el campo de lo accidental más allá de lo debido, convirtiendo los primeros muchas cosas que son accidentales en esenciales y los segundos muchas cosas que son esenciales en accidentales.
Los católicos somos gentes de convicciones porque la religión católica es una religión de dogmas y las convicciones son buenas si su contenido es la verdad objetiva, pero las gentes de convicciones tienen el peligro de ser dilemáticas y por ello extremosas y extremadas: más amigas de la O disyuntiva que de la Y griega, no suelen conocer más que dos soluciones posibles: o todo o nada.
Cada una de aquellas tres constantes las he visto yo representadas por cada uno de los tres destacados apóstoles: Pedro, Pablo y Juan. Pedro es la autoridad que, como roca fundamental, le da unidad en lo esencial a este colosal edificio que es la Iglesia; el inquieto Pablo estaba más bien hecho para la barca, que también es la Iglesia, azotada por las olas de la pluralidad en lo accidental, y el bondadoso Juan siempre al acecho de cualquier encontronazo entre la unidad en lo esencial y la pluralidad en lo accidental para poner orden con su caridad.
Me asombra el poder del Papa, sucesor de Pedro, no sé si más por la influencia que tiene sobre muchas conciencias que por no estar sometido a ley alguna positiva de la Iglesia. Pero, a pesar de que este poder no lo recibe de la base o, lo que es lo mismo, del pueblo fiel, el Papa lo ejerce democráticamente porque es consciente de que su poder es diakonia o servicio que debe prestarle al pueblo de Dios. Cada miembro de este pueblo tiene que procurarse a sí mismo la santificación y la salvación, pero el poder en la Iglesia está ordenado a proporcionarle a cada miembro de este pueblo los recursos espirituales que necesite para conseguir su propia santificación y salvación. Este servicio tiene que prestarlo el poder del Papa huyendo tanto del autoritarismo como del paternalismo, evitando un centralismo curial dado al uniformismo que ignora o infravalora el hecho de que la Iglesia no es sólo Roma, ni siquiera sólo el Occidente.
Todos tenemos que ayudar al Papa en este servicio, amando al Papa que tenemos en cada época, y no porque nos caiga bien sino porque es el Papa. Un amor que se manifieste en la obediencia a sus disposiciones y enseñanzas, y que no es incompatible con enjuiciarlas e incluso disentir de ellas si se trata de cuestiones que no pertenecen al depósito de la fe y a la doctrina de la Iglesia, y se tienen razones en conciencia para disentir. No todo acatamiento es obediencia porque hay acatamientos que son insumisión encubierta. El amor al Papa tampoco debe consistir en una especie de «papolatría» que lo revista de una reverberación cuasi divina y que suele ser fruto de un infantilismo no siempre exento de servilismo.
Nunca pudiera, aunque me lo propusiera, mandar a ese rincón de la memoria, que llamamos olvido, las figuras señeras de los muchos Papas que a lo largo de mi ya dilatada vida he conocido. Pero quiero en este día rendir un amoroso homenaje a nuestros dos Papas gigantes que siguen en vida.
Benedicto XVI, cumbre teológica contemporánea. Se había construido desde fuera sobre él, un estereotipo inquisitorial y autoritario que él mismo desmontó con su pontificado reflexivo, sereno y abierto y, sobre todo, con el portazo inesperado, generoso y ejemplarizante de su renuncia voluntaria.
Era necesaria esta renuncia para dar paso al nuevo Papa Francisco que ya ha asombrado y cautivado al mundo cristiano y no cristiano. Ha sabido desde el primer momento bajarse del trono porque un Papa, mientras está en un trono, puede ser admirado y aún temido, pero difícilmente puede ser amado. Está mucho más cerca de la humildad, de la sencillez, de la pobreza, de la bondad, de la comprensión y de la acogida que de las sutiles y complejas disquisiciones de escuela. Cuando le oigo hablar o le veo rezar o le veo actuar, me figuro que se está aplicando a sí mismo aquello que de sí mismo decía Agustín: «Vobis sum Episcopus, vobiscum christianus» (Soy Obispo, Papa, para vosotros, cristiano con vosotros).