El Papa que despertó a España - Alfa y Omega

El Papa que despertó a España

Al calor de un centenario teresiano llegó, por vez primera a España, hace ahora veinticinco años, el Papa andariego, el muy querido Juan Pablo II, el Grande, el Evangelizador, el del ¡No tengáis miedo! Fueron diez inolvidables días de gracia y de misericordia, como un auténtico tsunami de fortaleza y de esperanza. Llegó hasta nuestro catolicismo acomodaticio, descafeinado, adormilado, pusilánime… y nos despertó. Entre otras muchas cosas -su nombre basta para evocarlas-, él fue quien reabrió los procesos de beatificación de nuestros mártires, que el domingo culminó en la gozosa fiesta de fe en la Plaza de San Pedro. Al concluir aquel viaje impresionante, Miguel Ángel Velasco le escribió, en YA, una carta de agradecimiento, a la que pertenecen estos párrafos, tomados de su libro Juan Pablo II, ese desconocido, editado en Planeta-Testimonio

Miguel Ángel Velasco
Juan Pablo II, en el inolvidable encuentro con los jóvenes españoles en el estadio Bernabeú, de Madrid.

¡Adiós y… gracias! Así se titulaba el artículo que publiqué al día siguiente de irse Juan Pablo II de España, tras su primera visita pastoral a nuestra tierra, en el que escribía:

«Un extraño vacío, presentido pero extraño, y una nostalgia inédita y repentina se apoderó de España cuando anoche nos dijiste adiós. Habíamos esperado tanto tiempo tu firmeza, tu fortaleza, tu precioso cargamento de esperanza…

Ha vivido nuestra patria en pocos años acontecimientos decisivos, pero ninguno como esta ventolera pentescotal, como este chubasco de gracia, como este chaparrón de fe. Te han bastado diez días para borrar hasta la sombra de cualquier rencilla, de cualquier episodio que hasta tu llegada considerábamos trascendental.

Te han bastado diez días, querido Juan Pablo II, para hacernos un poco mejores, un poco más hermanos, un poco menos egoístas. Nos ha calado hasta el hondón del alma tu poderosa personalidad. Andábamos un poco desorientados, temerosos, como sin brújula, como aquella tarde en el lago de Tiberíades los hombres de la barca de Pedro, a los que Cristo tuvo que llamar Hombres de poca fe. Tú, su Vicario, nos lo has repetido ahora: No temáis, no os afanéis en pescas de bajura…, subid a alta mar, allí donde el viento es limpio, el horizonte claro y se oye mejor a Dios. Has sembrado a manos llenas, has echado tus redes de pescador en nuestro mar y nos has podido conocer; has visto nuestra casa y nuestro modo de ser. Quizá te explicas mejor ahora lo que tus ojos vieron en la América que llama a Dios con la palabra Padre; quizá has comprendido también algunas cosas de nuestra paradójica y contradictoria noche oscura, porque has visto la profundidad y la alegría y el gozo de nuestra fe, que te ha hecho animarnos a ser fieles y coherentes, sin complejos ni presunciones, con la sencilla humildad fuerte de los hijos de Dios.

Nos gusta imaginar, querido Santo Padre, que acaso tu fatiga de este viaje, tan parecido a aquellos de Pablo y de Pedro y de Santiago, haya podido tener la compensación de hacerte feliz durante unos días, de darte ánimos para que tú nos lo devuelvas al ciento por uno. La inmensa mayoría de las familias de España —veintiún millones sólo en los tres primeros días, dicen las estadísticas—, nos hemos apiñado junto a ti, en la penumbra de nuestras catedrales, y al sol, y a la lluvia de nuestras plazas; para oírte decirnos que la cosa no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho. Como tú lo has hecho. Hemos contenido el aliento para oír tu latido e intentar seguir tu ritmo universal, inmenso.

Testigo de esperanza

Te hemos dado, o por lo menos lo hemos intentado, lo mejor que tenemos: nuestra fe, nuestra fidelidad, a nuestros hijos, nuestras canciones, nuestros sufrimientos, todo el calor de nuestra alma. Ha merecido la pena. Sabemos que te vas con la pena de no haber visto a todos, de no haberte podido dividir en mil para estar, como estuviste, con la madre del estudiante que te legó su capa de tuno al morir, o con aquel muchacho de rostro quemado por el fuego, o con todos los enfermos, o con aquella criatura mongólica que te echó los brazos diciéndote: Te quiero, y te hizo llorar.

¡Gracias, querido Santo Padre, por este derroche de reciedumbre que tanta falta nos hacía! Aquí nos quedamos junto a nuestras murallas y acueductos, nuestros campos devastados por la riada y nuestras ciudades rutilantes de un ficticio consumismo fácil, pero con la luz nueva, puesta sobre lo alto y no bajo el celemín. Has sido sal, y luz, y sembrador a manos llenas. Nos corresponde ahora a nosotros, claro, dejarnos ser tierra buena».