El niño que falta en nuestros belenes
No pega bien con estas fechas juntar la imagen de la Sagrada Familia de nuestros nacimientos a la de las pobres criaturas migrantes y refugiadas de la mano de sus padres, pero no podemos vaciarnos de la responsabilidad sobre la situación de nuestro prójimo
La Navidad de la Biblia, de la tradición cristiana, de los cuentos y de los sueños, siempre nos ha dejado una imagen, y es la que vemos reflejada en cualquiera de los belenes que se ponen en nuestras plazas, colegios, casas, iglesias. En ellos se amontonan ese periplo de personajes tan queridos y añorados para nosotros cada año por estas fechas: los ángeles, los pastores, los reyes magos, el rey Herodes, Belén como la ciudad de todos esos acontecimientos, y allá en las afueras, con los animales como única compañía: el pesebre. Él único, el último, el recóndito lugar que a nuestro Dios le dejamos para poder venir a este mundo y atar su destino con el de todos los desgraciados y descartados de nuestra historia.
Pues bien, en un pesebre semejante, o más crudo, vivirán unas navidades más miles y miles de refugiados y migrantes. Familias enteras que huyendo de la guerra, la miseria o la falta de oportunidades, cuando lleguen y llamen a nuestra puerta, les repetiremos aquello del evangelio de la infancia de Jesús: «Aquí no hay posada para vosotros». Ni siquiera para los 17.000 a los que desde hace dos años nuestro país prometió que sí, que los acogería.
En septiembre del 2015 pensamos que la muerte de aquel santo inocente refugiado, el pequeño Aylan, había logrado despertar de golpe la compasión de Europa cambiando incluso el discurso político: la generosidad de muchos de los países se disparó, y como si de una subasta se tratara, unos y otros pujaban por llevarse algunos refugiados más: «pues yo recibiré a 7.000 más», «y yo a otros 15.000», y «yo más»… Las grandes ciudades europeas no tardaron en engalanarse para el recibimiento de sus invitados: carteles de bienvenida, instituciones públicas volcadas con el tema, declaraciones políticas de todos los partidos apoyando la jugada, miles de familias dispuestas a estrecharse en casa para acoger a algún refugiado, ejércitos de personas voluntarias que se preparaban para servir de intérpretes, ayudarles en sus trámites burocráticos y legales, alfabetizarles en nuestra lengua, integrarlos en nuestra cultura… Todo parecía tan bonito y esperanzador, que hasta los cuentos más hermosos y antiguos se quedaban cortos a la hora de recrear ese valor tan navideño de la hospitalidad y la acogida.
Pero pasó el tiempo y el desenlace fue otro. Como tantos propósitos que año tras año hacemos ante el niño Jesús, para ser buenos y recibir muchos regalos, también este quedó en eso, en un permanente cartel que aún adorna la fachada de alguno de nuestros ayuntamientos diciendo: Welcome refugees, sin que a ellos los hayamos llegado a ver.
Estas navidades del 2017 nuestros queridos refugiados no ocuparán tantos titulares mediáticos, ni portadas de los periódicos, ni minutos en los telediarios. Pero ahí siguen, en Lesbos, en Ceuta, en Melilla, en Serbia, en Turquía, en Lampedusa, en Sicilia y en tantos y tantos otros puntos de nuestras costas europeas. Siguen viviendo en las mismas o más deterioradas condiciones infrahumanas que ya padecían, pasando frío, arrastrando barros, malcomiendo y malvistiendo, hacinados en barracones de madera, tiendas de campaña o cabañas fabricadas con cartones o cuatro plásticos.
Este pobre portal, no el de Belén, sino el de Europa, es el que quiere retratar la exposición que tenemos en nuestra parroquia de San Francisco Javier y San Luis Gonzaga del barrio de la Ventilla, en Madrid: Las navidades de los otros pueblos. En las 23 o 24 fotos que se exponen no aparecen ni los adornos navideños de sus países de procedencia, ni las letras de sus villancicos, ni los dulces de sus comidas. Y, sin embargo, el centro de casi todas ellas, como en nuestros belenes, es el niño. Sí, niños como el adorable de nuestros nacimientos, pero desnudos como él, reflejando en su rostro el mismo hambre, el mismo frío, el mismo cansancio, la misma enemistad o rechazo que el hijo de Dios sufriera en Belén.
Tal vez, puede pensarse que se trata de una exposición cínica y de mal gusto para las fiestas que se aproximan. No pega bien con la alegría y glamur de estas fechas juntar la imagen de la Sagrada Familia de nuestros nacimientos a la de estas pobres criaturas migrantes y refugiadas de la mano de sus padres. Al fin y al cabo, siempre resuena en nosotros aquello de que una cosa es la fe y otra la desgraciada realidad que le toca vivir a mucha gente. Y entonces, y más en Navidad, nos sale el rosario entero de jaculatorias: pobrecitos, pobres criaturas, qué lástima y qué puedo hacer yo por ellos… Para terminar, si seguimos tirando del hilo, en aquello de yo no he hecho nada para que esta gente esté en esta situación. Pero justo ahí es donde está el problema del virus que nuestra cultura nos inocula: vaciarnos de la responsabilidad sobre la situación de nuestro prójimo migrante, hasta el punto de hacernos pensar solamente en nosotros mismos, nuestros problemas, nuestras necesidades y nuestros caprichos.
Salir de esta «pompa de jabón de la comodidad», como designaba el Papa a nuestro modo de vida occidental, no es fácil. Propongo para ello lo que creo que sería una buena dieta espiritual para este tiempo navideño: colocar la foto de un niño refugiado o migrante como las que aparecen en la exposición en nuestros belenes estáticos o vivientes, en nuestras Eucaristías, en nuestras reuniones familiares, en nuestras tarjetas de felicitación, en nuestras opíparas comidas, en nuestras montañas de regalos, en la pantalla de nuestro móvil, iPad u ordenador. ¡Cuánto azúcar y cuánta tontería se nos desprendería del alma y del cuerpo al expresarnos estos días aquello de: «Feliz Navidad y próspero año nuevo».
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Madre e hija andando sobre la vía de tren en Rozske (Hungría). La vía era la única entrada posible en Europa, pues el gobierno de Victor Orban, ante la llegada de miles de personas a causa de la guerra en Siria, decidió construir una alambrada para cerrar la frontera con Serbia. Qué grande y melancólica es la profundidad de una vía, ¿verdad? Tantas veces que hemos contemplado a trenes alejándose despacio o a gran velocidad en el horizonte. Pero qué dolor produce ver sobre esas vías a esa madre y esa niña. Ninguna de las dos sabe de cifras ni estadísticas sobre los migrantes y refugiados, pero sí saben el dolor que las ha producido arrancarse de su tierra, de su casa, de los suyos… Qué razón lleva Bertolt Brecht cuando dice que ningún migrante ha salido «voluntariamente eligiendo otro país»; y continúa: «Nosotros hemos huido. Expulsados somos, desterrados». Un dolor que reflejado en la figura de dos mujeres, una madre y su niña, penetra si cabe más adentro, por ser precisamente ellas, como en todas las demás calamidades de este mundo, las más golpeadas y maltratadas. ¿Cómo no ver en su huida aquello que el Papa Francisco decía en Lampedusa: una humanidad que ha perdido el rumbo y «cuando la humanidad en su conjunto pierde el rumbo, suceden tragedias como ésta».
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Niño de la mano de su padre en el centro de recepción de refugiados en Presevo (Serbia), junto a la frontera con Macedonia. Desde ahí, y para llegar a Serbia, miles de personas caminan varias decenas de kilómetros. Es el comienzo de un viaje al exilio al que todavía le quedan muchas etapas hasta llegar a la soñada Alemania. Un exilio en gran caravana, fenómeno reciente y novedoso en este periplo de las migraciones, pero al que tendremos que acostumbrarnos para el futuro próximo. Pues la crueldad de las guerras, la pobreza o los desastres naturales está adquiriendo tales dimensiones que obligará a multitudes a tener que huir sin remedio. Lo que esta foto nos pone delante es que de esas caravanas de exiliados no estarán libres los niños. Nuestro mundo tiene organismos internacionales muy poderosos y globales destinados a proteger la infancia. Pero por lo que se ve, todavía son muy ineficaces. Pues por mucha declaración de los derechos del niño que exista, por mucha salvaguarda que se quiera hacer de ellos, en ese niño se refleja la desprotección que la infancia sigue teniendo en nuestro mundo del siglo XXI: sigue habiendo niños que tienen que trabajar en vez de ir a la escuela, sigue habiendo niños a los que en vez de un bolígrafo se les coloca un arma en las manos, sigue habiendo niños a los que se les obliga a emprender un camino de exilio sin regreso. La tristeza de ese niño cabizbajo es la tristeza de Dios hecho niño. También a su hijo le tocó vivir esa escena, ese exilio. Tampoco a ese niño Dios se le ahorró desde pequeño el sufrimiento y el rechazo. Ni un milagrito hubo en su infancia, como tampoco en la de todos los menores inmigrantes y refugiados a los que este niño representa.
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Policía con perro frente a un hombre y una mujer: la pareja de esta foto llevaba caminando más de 30 horas seguidas, porque habían oído los rumores de que se cerraba la frontera en Hungría. Ella se llama Aya y llora como una Magdalena junto a su esposo Faraj. Tienen cuatro hijos. La planta de sus pies es toda una llaga. Pero no tienen más remedio que seguir. Ahí a su lado, un perro de la policía ladra haciendo de contención. Todo vale para amedrentar aún más al que intenta una salida de una situación, ya de por sí, desesperada: vallas, concertinas, policía, perros, gritos, porras, confinamiento… La exhibición de la fuerza siempre hace violencia a la vista, pero ante la situación de vulnerabilidad que atraviesa esta pareja de la que hablamos, resulta poco menos que paradójico, si no humillante. Aquí ya no protege ni defiende, sino que se ensaña con el débil hasta destruirlo si fuera necesario.
¿Es que ninguna voz oficial de alguno de los gobiernos de Europa tendrá la valentía de reflexionar críticamente sobre el uso y despliegue de la fuerza en situaciones de refugio e inmigración? La foto retrata sin parangón la bajeza moral en la que ha se ha instalado la política de fronteras de Europa. Países tan evolucionados, con tanto progreso científico y técnico, defensores sobre el papel de los derechos humanos, pero a la vista de la imagen, con una política totalmente irracional y animal, sin piedad ni compasión alguna. Una política a la que hay que estar sujetando para que no se abalance sobre los que llegan, hasta devorarlos. Si todavía por mar, en muchos de los casos, la cara del Estado, a través de salvamento marítimo y otros programas, se muestra como una mano amiga, para salvar, recoger, atender, ayudar…, una vez en tierra sobre el migrante y refugiado solo impera la fuerza y el peso de la ley. Ni rastro de humanidad para los que ya por la situación de la que han huido y por los kilómetros andados la tienen totalmente perdida.