«El mundo parece no hacer nada y Myanmar se siente olvidado»
Tras cuatro años de guerra, la Junta responde al avance de los rebeldes multiplicando las represalias contra civiles. En la capital, la aparente normalidad es engañosa, asegura una religiosa
«No estamos a salvo en ningún lugar», asegura a Alfa y Omega Ga Mone, sacerdote de la diócesis de Bhamo, en Kachin (Myanmar), un territorio de 372.000 habitantes con un 9,6 % de católicos. Buena parte de ellos han vivido el cuarto aniversario del golpe de Estado y del consiguiente conflicto, el 1 de febrero, fuera de casa. El 80 % de la diócesis, incluidas las tres parroquias principales, está en zona de guerra después de que grupos rebeldes liderados por el Ejército para la Independencia Kachin (KIA por sus siglas en inglés) tomaran Momauk y Mansi en verano y Bhamo en diciembre.
Aunque habían anunciado sus planes, la gente de Bhamo no tenía lugares seguros donde ir ni se podía permitir huir a la frontera con China, una zona mucho más cara. «Se quedaron hasta que el día 4 entró el KIA», y aun entonces muchos siguieron «escondidos en casa». Simpatizantes de los rebeldes, lo que los empujó a escapar fueron bombardeos diarios y los ataques de drones del Ejército.

Los más pudientes han huido a grandes ciudades. El resto están dispersos: con parientes en las aldeas o en los campos de desplazados construidos desde 2011 por el enquistado conflicto étnico local. «El espacio es limitado y las condiciones de vida muy pobres», apunta el sacerdote. La mayoría del clero convive con los feligreses, salvo el obispo y su curia, que para poder trabajar se ha trasladado cerca de la frontera con China.
Desde allí crearon en octubre de 2024 el Equipo de Respuesta de Emergencia Diocesano. «Como primer paso se están planeando tres nuevos campos de desplazados», en colaboración con Cáritas, la Conferencia Episcopal y con donativos de su gente, allí y desde la diáspora. Otras prioridades son la alimentación, la educación y la atención sanitaria.
Pero «ni siquiera los campos son seguros», lamenta Mone. En efecto, según denunció la Oficina de Derechos Humanos de la ONU con motivo del aniversario, al ir perdiendo la Junta el control de buena parte del terreno desde finales de 2023 —según varias estimaciones solo lo mantiene en el 21 % del país; eso sí, incluidas las grandes ciudades— ha multiplicado las represalias contra los civiles.
La situación se repite por toda la geografía birmana. Desde Rangún, la capital, sor Silvana —calla su congregación para protegerse— relata que en su región, al suroeste, muchos se han refugiado en la selva o las aldeas «para huir de la brutalidad de la Junta». Las casas de sus hermanas en distintas regiones han sufrido daños. En Chin «tuvieron que evacuar a los ancianos de una residencia». En otras zonas han pasado semanas durmiendo en agujeros en el suelo para guarecerse de las bombas. Las de Rangún acogen a muchas, pero «sin ingresos es difícil mantenernos».
En la capital, la apariencia de normalidad es «bastante engañosa». Sí es «más segura». La señal más visible de guerra es que «solo hay cuatro horas de electricidad al día». La gente «va a trabajar» para intentar comprar alimentos al triple de su precio de 2021. Incluso se celebró el Año Nuevo Lunar entre «una presencia significativa de militares». Además de los ricos y los chinos, había «personas que intentan divertirse un poco mientras pueden», explica la religiosa.
Pero bajo la fachada hay una ciudad férreamente vigilada. Colgar carteles contra la Junta, dar «me gusta» a un grupo opositor en las redes, usar VPN —una tecnología que finge conectarse desde otro país— o ser de una etnia asociada a grupos armados puede hacer que uno acabe detenido.
Los jóvenes no caminan libremente por la calle desde las seis de la tarde. Tras decretar hace un año el reclutamiento obligatorio para cubrir las bajas en el frente, el Ejército ha llamado a filas a muchos de las ciudades y el campo; el objetivo son 60.000 al año. Los padres intentan evitarlo «gastando sus ahorros y vendiendo posesiones para enviarlos al extranjero». Si no se lo pueden permitir «huyen ilegalmente a países vecinos». Otros son «secuestrados por soldados en buses, mercados, calles» o incluso falsos festivales organizados con este fin. «Se nos rompe el corazón al ver que el mundo parece no hacer nada por Myanmar», lamenta sor Silvana. «El país se siente olvidado».