El mensaje de Francisco a los sacerdotes: El sacerdote no es un gestor
«Sed pastores con olor a oveja», de los que comparten las penas y alegrías de la gente, pidió el Papa a los sacerdotes en su primera Misa Crismal. La unción que ha recibido el sacerdote no es para perfumarse él mismo, sino para derramarla sobre su pueblo, especialmente sobre quienes sufren, añadió Francisco. Algunos sacerdotes salen poco, y «terminan tristes», insatisfechos, advirtió. Éstos son los párrafos centrales de su homilía
Las Lecturas nos hablan de los Ungidos: el Siervo de Yahvé, de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos… Una imagen muy bella de este ser para es la del Salmo 133, que habla del «óleo perfumado sobre la cabeza, que desciende por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestidos»: la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo, representado mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo sacerdote [Aarón] es rica en simbolismos; uno de ellos es el de los nombres de los hijos de Israel que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual. También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel. El sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son muchos.
De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo, pasamos a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona, sino que se derrama y alcanza las periferias. El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; ésta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de Misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el Evangelio predicado con unción, agradece cuando el Evangelio llega a su vida cotidiana, cuando ilumina las situaciones límites, las periferias donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quiere que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema…»; «Bendígame, padre»; y «Rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.
Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales -pero lo son sólo en apariencia-, el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroísa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos –futuros sacerdotes– todavía no comprenden: en la periferia existencial sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados…
Salid a las periferias
Hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y eficacia redentora en las periferias donde hay sufrimiento, sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas donde vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco –no digo nada, porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción–, se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor ya tienen su paga, y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con olor a oveja. Esto os pido: sed pastores con olor a oveja, pastores en medio del propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes.