El mandamiento de la hospitalidad
El Museo Arqueológico Nacional (MAN) acoge hasta el próximo 17 de enero una exposición pequeña pero preciosa: El majlis: diálogo entre culturas
Cuando el visitante accede a la muestra que acoge el Museo Arqueológico Nacional hasta el 17 de enero, El majlis: diálogo entre culturas, debe disponerse a descubrir el espacio que los árabes del Golfo Pérsico dedican a la conversación y el encuentro entre amigos. En este salón en torno al cual se vertebra toda la exposición no hay televisión, pero sí sillones coloridos, cómodos cojines, alfombras bellísimas y luces radiantes que invitan a tomar café con cardamomo, té azucarado, dátiles jugosos y dulces bañados en miel. La visita, organizada por el Museo del Jeque Faisal Bin Qassim Al Thani (Doha, Catar) en colaboración con los museos de Catar, la oficina de la UNESCO en Doha y el Comité Nacional de Catar para la Educación, la Cultura y la Ciencia, y bajo el patronazgo del emir de Catar –Tamim bin Hamad Al-Thani–, va explicando los distintos objetos que componen este espacio en el que dialogan las alfombras de Persia con la caligrafía árabe. Admiren la mano de Fátima –probablemente de origen judío– decorada con lagartos y águilas que llega hasta nosotros desde Tánger. Deténganse a apreciar los trazos de estas páginas coránicas cuyo origen andalusí es Granada o el norte de África. Cuidado con el san Jorge matando a un dragón que exhibe, junto a un poema cristiano escrito en árabe, un plato de Mosul.

El primer mandamiento del Oriente Próximo es la hospitalidad. Tiene reglas precisas elaboradas durante siglos. Al extraño se le acoge antes de preguntarle qué quiere. Se la trae agua. Se le ofrece alimento. No se le piden explicaciones. Ya las dará cuando corresponda. Entre los beduinos, es costumbre tomar tres tazas de café: una da la bienvenida, otra propicia la conversación, otra sella las alianzas. El café no se desprecia ni se rechaza. El viajero no debe sorprenderse si se le ofrece un plato de baqlava –hojaldre con almendras y miel– o de surawa, que añade a las almendras pasas rojas o negras. Cuando se entra en la sala, se saluda a todos uno a uno. Los anfitriones serán pródigos en preguntas por la familia, los padres, los hijos, el viaje… Este salón invita a reencontrarnos los unos con los otros y mirarnos cara a cara.
El visitante hará bien en leer los carteles informativos de la exposición, breves y precisos, pero yo recomiendo visitarla con algún libro que nos vaya poniendo en situación. Por ejemplo, la bellísima Teoría y práctica del refinamiento árabe, de Malek Chebel (Siruela, 2010), Del origen y el progreso del café, de Antoine Galland (José J. de Olañeta, editor, 2011) o El collar de la paloma, de Ibn Hazm de Córdoba, que tradujo el gran arabista español Emilio García Gómez y cuya edición en Alianza prologó nada menos que Ortega.

Siglos de civilización
Presten especial atención a las lámparas y a las alfombras. La visión exótica del siglo XVIII europeo nos creó la imagen de la Arabia de las Mil y una noches, pero al mismo tiempo nos hurtó la hermosa realidad que estos objetos nos deparan. No son producto de una fantasía, sino el resultado de siglos de civilización dedicada a la conversación, la narración de historias y el recitado de poesías.
Otro aspecto interesante de esta exposición es el cruce de culturas. El golfo Pérsico lo han surcado todos los pueblos que iban hacia Oriente y que venían para Occidente. No en vano Alejandro Magno envió a su gran almirante Andróstenes de Tasos a explorarlo. Desde aquí han partido las naves de Bagdad cuyos capitanes, según cuenta Álvaro Cunqueiro, hacían pactos con los vientos para que les fuesen favorables. Por aquí pasaron los portugueses que iban camino de la India y del Cipango. No debe, pues, sorprendernos que en esta muestra se den cita piezas llegadas de India, China, Siria, Irak y otros tantos lugares.
El Génesis cuenta que Abrahán salió a recibir a la puerta de su casa «a tres individuos parados a su vera» y dijo: «Señor mío, si te he caído en gracia no pases de largo tan cerca de tu servidor». La visita de unos extraños puede ser una bendición. Al hospitalario patriarca se le anuncia: «Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de un embarazo, y para entonces tu mujer, Sara, tendrá un hijo». Es de imaginar que, cuando nació Isaac, sus padres recibirían las visitas de los amigos en un lugar como este, tal vez más modesto, pero no menos digno. Ya sabemos que es la hospitalidad y no el dinero la que hace noble a una casa.